domingo, 2 de diciembre de 2007

Un domingo junto al Índico


No pusimos el despertador. Los domingos no lo hacemos. El calor se encarga de levantarnos antes de la ocho de la mañana. La adicción al desayuno con prensa dominical aquí desaparece. Comenzamos un nuevo día diferente. Sin cine, ni televisión, ni autopistas, ni bares. Vinieron nuestros nuevos vecinos y amigos, Viola y Fernando. No tenían aún cocina pero sí café. A nosotros se nos terminó el café, pero teníamos cocina, con gas y tubo de goma que conecta ambas cosas. Perfecto.


Domingo de desayuno lento, y sol, y caminata por el fondo marino de marea baja y lectura de libros...


Nos invitaron a ir a comer a la playa de Murrèbué, más al sur, junto a la pista que lleva a la aldea de Mecúfi. Salimos de Pemba. El asfalto desapareció. En su lugar surgió una tierra arenosa roja, como el color del atardecer. Gente delgada, alargada como pinturas de un Greco africano caminaba con bultos sobre su cabeza.


El pie izquierdo me ardía. Algo me había picado en un dedo y lo tenía hinchado. ¿Quizá la caminata marina?


Llegamos. El lugar era una bahía hermosa y solitaria, con un restaurante compuesto de una media docena de mesas de plástico sobre las cuales había otros tantos techos de paja para procurar sombra. La sombra aquí es muy importante. Todo ello sobre la misma arena. Pedimos pescado grillado. Tardarían más de hora y media en traerlo. Los únicos que tenían prisa eran nuestros estómagos. Por lo demás ningún reloj. ¿Cuándo comeremos? Sencillo. Cuando llegue la comida. Así pusimos en práctica el recurso más valorado junto con el de la sombra. La conversación. La charla pausada. Uno habla. El resto escucha. Algún rato de silencio que no genera ningún problema. Luego otro habla. Interrumpirse aquí no tiene sentido. No hay ninguna prisa.


Aparecieron más amigos, Álvaro, colombiano, Stellia, mozambicana. Es una alegría de verdad encontrarse con conocidos. Es como si el tiempo se rellenara de más contenido.


El sol se había movido un tramo largo cuando dimos el último bocado. Atardecía. Al pagar un revuelo. Alguien vio una víbora. Pensé que la cosa era seria cuando observé que la gente autóctona se alteraba. Una mujer que salía del baño con su hijo pegó un grito. El crío comenzó a llorar. Se dibujó en los rostros un miedo que me sorprendió. La serpiente era rápida. También ella estaba asustada. Sobre todo cuando recibió el primer palazo de uno de los camareros. División de opiniones. Hay que matarla. Puede morder a alguien. No, hay que dejarla en paz. Estamos en su terreno. Pero es venenosa, mortal. El hombre también es venenoso para ella. Todos hablaban al mismo tiempo. Otro palazo. Quedó inmóvil. Muerta. Cesó el alboroto, los gritos. Todo volvió a la normalidad en un sitio en el que la normalidad tiene otro concepto. Un domingo sin televisión, ni cine, ni fútbol, ni… ¿ni café? ¿No tienen café?. Vamos a casa. Tenemos cocina y ustedes café.


Y así, charlando y con un poco de whisky hablamos de arquitectura, del sida, de este y de aquel, de Colombia y otros viajes, de los Makonde y de los Makua, de las añoranzas y de otros amigos lejanos, de las plagas de elefantes y debatimos si hay que matar o no a las víboras.


Llegó la noche. El pie ya casi no me dolía. Los amigos se fueron. Leímos, escribí, lavamos a mano (no hay lavadora), Edna hizo un té, yo le di un beso. El día iba concluyendo. Poco a poco. A la vez que la luna llena emergía del fondo de un mar plateado. Sin cortes publicitarios. Y se confundían las estrellas de mar con las estrellas del cielo.

1 comentario:

Maria dijo...

Lo mas importante de mi domingo de ayer fue pensar cuatrocientasmilveces en vosotros, releeros para tratar asi de seguiros muy de cerquita y dar gracias otra vez a la vida por teneros a los dos de compañeros, de hermanos.