miércoles, 19 de diciembre de 2007

Nampula (y 5)

Regresamos a la ciudad de Nampula. Un atardecer rojo como el fuego quemaba el horizonte. Compartimos unas “Laurentinas” con el grupo. Andrea, vivió en Burundi cuando la matanza de Ruanda se vivió al revés, de tutsis contra hutus. Se habla de 300 mil muertos. Marco, nieto de partisano había estado antes en Sierra Leona y Liberia. Mozambique le parecía un oasis de paz. Elisa llevaba nueve años en África. Vino a Tanzania a aprender swahili. Está enamorada de Mozambique y de un mozambicano. Su madre ya no la espera. Jenny, partera vino con idea de poner su grano de arena para cambiar la realidad de África. “Y es África la que me está cambiando a mí” asegura. Gente colgada de un continente. Que no saben qué hacer cuando regresan a Italia, más allá de visitar a sus familias. Que se sienten extranjeros en casa. Que sienten no tener una casa. Que prefieren no hablar de ello.

Cenamos todos juntos en un lugar lindo llamado Copacabana. Se trataba de una amplia terraza con una fuente y mesas a diferentes alturas. La decoración, recordaba a aquella película, “Casablanca” en la que Humprey Bogart nunca dijo eso de “Tócala de nuevo, Sam”. Como la cena tardaba en llegar, pedimos unos petiscos consistentes en shamusas (una especie de croquetas triangulares hindús) y más cerveza. Cerca, un remolino de niños, cuyos padres hablaban de negocios en una mesa cercana, revoloteaban entre los camareros y las mesas. Me fijé en los chavales. Eran hindús, hijos de la clase pudiente. Aquí son los hindús los que manejan los negocios. Los niños jugaban a perseguirse. Algún camarero, sutilmente les llamó la atención. Los niños no hacían caso. Unas zapatillas deportivas que se iluminaban según corrían nos dejaban pasmados. Frente a la multitud de niños descalzos, esas zapatillas de luces intermitentes eran un despropósito. Nadie decía nada. La bulla de los pequeños subía en volumen. Sus responsables seguían a lo suyo. La tensión aumentaba, hasta que de pronto el gritito de una de las niñas, una que iba disfrazada de princesa paralizó a todo el restaurant con los pelos ya en punta. Su madre se acercó preocupada. La niña excitada señalaba el fondo de la fuente. Acababa de descubrir que ahí nadaba tranquilamente una tortuga y que varios peces jugueteaban con ella. Todos los niños, rodearon la fuente y observaron en silencio y boquiabiertos la vida submarina. Pasaban los segundos y los monstruítos seguían hipnotizados. Bendije para mis adentros a la tortuga y le deseé larga vida en el momento en el que al fin nos trajeron la cena.

Terminamos en un pub donde retransmitían el partido de fútbol Ath. Bilbao – Real Madrid. José Carlos quería que ganaran los merengues. Yo que perdieran, aunque en el fondo me daba igual. Por suerte sólo sufrimos el primer tiempo ya que en el intermedio se fue la luz. No en Bilbao, que hubiera sido noticia de primera página, sino aquí, que no pasó de ser una anécdota. Así que nos fuimos a la sauna (léase habitación) encendimos el ventilador y aunque nos acostamos tardamos en dormir. Había otras cosas que hacer.

A la mañana siguiente, salimos de la bañera que era la cama y me metí bajo una deliciosa ducha de agua fría. Desayuno, abrazos de despedida, cargar el vehículo, llenarlo de gasoil y carretera de vuelta a Pemba. Por el mismo camino. Por el único posible. Cruce de Namialo, preservativo gigantesco, mosca cojonera, río Lurio y entramos en la provincia de Cabo Delgado. Al poco atravesamos una zona en la que a los lados de la vereda se veían unas camas artesanales hechas de madera y paja. Eran camas macúas. Estaban expuestas ahí por si alguien quisiera comprarlas. Ese alguien, ese día y a esa hora éramos nosotros. Al bajarnos del vehículo dos hombres se acercaron. Uno era alto. El otro bajo. Nos sonreían. Tras ellos venían varias mujeres y un racimo de criaturas de todas las edades. Había dos camas por lo que imaginé que se trataba de dos familias. De dos negocios. Preguntamos el precio. Los dos hablaron la vez. 100 dijo el bajo. 150 dijo el alto. Éste dio un paso atrás mirando con el ceño fruncido a su compañero. Repentinamente todo se nubló.

De la estratosfera llegábamos dos blancos. Queríamos comprar una cama. Y veníamos a un sitio donde dos familias, vecinas, que compartían el mismo pozo de agua, el mismo clima, las mismas estaciones del año, la misma sombra de las acacias; donde los hijos e hijas de ambas familias jugaban juntas. De pronto se introducía en esa realidad la competencia, la ley de la oferta y la demanda. La catástrofe. Uno bajaba el precio para el turista. El otro no estaba de acuerdo. Eran semanas de trabajo ¿Se terminaba la buena vecindad? ¿Se afilaban los cuchillos? ¿Se iniciaba un conflicto que separaría estas familias? ¿Cómo dividir la sombra?

Una frase de Edna deshizo la tensión.

- Nos llevamos las dos

Todo el mundo volvió a sonreír. Tras unos segundos de silencio y miradas tensas, había estallado la algarabía. Subir las camas al pick-up era un jolgorio. Una fiesta. Una cama entraba bien. Pero dos era más complicado. Todos querían participar en la mudanza. Todos ayudaban. No teníamos cambio. Un billete de 200 y otro de 50. Aquí nadie nunca tiene cambio. ¿Cómo hacer? Bueno, eso era algo más fácil de resolver. Le dimos todo al alto con la seguridad de que no había problemas y de que ambos estaban de acuerdo en cómo repartírselo. Nos despidieron con carcajadas. Nos gritaban en macúa cosas que no entendíamos pero que sonaban amables. Por el espejo retrovisor veía a a las dos familias despidiéndonos con risas y nuestras camas bailando con los baches.

Tres horas después llegamos a Pemba con una cama macúa para regalar, cansados, sudorosos, sedientos... Nos gustó Nampula. Nos gustó el camino. Nos apasiona viajar.

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