domingo, 20 de enero de 2008

Los pescadores de Macaneta

Era domingo y nos despertamos en Maputo. Llevábamos una semana y teníamos ganas de estirar el cuello para ver qué había más allá de la gran urbe. No teníamos vehículo, pero Amor sí y ella se apuntaba al plan. Y se traía a una pareja. Alice es una belga, realizadora de cine que estaba de vacaciones con su novio Jeremy, también belga y batería de un grupo de música folklórica, tipo Goran Bregovic. Una pareja estupenda.

Decidimos ir a buscar la playa más cercana a la capital. La guía decía que se llamaba Macaneta y que estaba hacia el norte, a 35 kilómetros. Estudiamos sin mucho detenimiento el trayecto. Debíamos tomar la carretera dirección Xai-Xai. Llegaríamos a Marracuene. Nos teníamos que desviar a la altura de un cartel que señalaba “Campismo de Marracuene” y así llegaríamos hasta el río Nkomati. Meteríamos el coche en el “batelâo” (una plataforma que hace de ferry) que nos llevaría a la otra orilla. Y luego de ahí estábamos a un paso.

Pero como en todo, una cosa es la teoría y otra la práctica. Y aquí más. La guía no hablaba de los controles policiales que nos hicieron perder tiempo. Tampoco del caos circulatorio que es la salida norte de la ciudad, donde los edificios destartalados se mezclan con los montones de basura y el buen humor de las gentes que se suben y bajan de los buses sin importarles los enormes agujeros del pavimento. Tampoco dice que un grupo de europeos despistados como nosotros puede olvidarse de mirar el cuenta kilómetros para saber que el cartel indicador estará exactamente en tal altura.

El caso es que nos metimos por donde creímos que era, y resultó ser que no era. Hicimos kilómetros por una carretera de tierra equivocada. Cuando lo evidente nos hizo frenar el carro y preguntar confirmamos que debíamos regresar al cruce. Era más adelante. Hacía un calor considerable y el polvo se introducía por todos lados. De pronto fui consciente de algo y lo dije en voz alta. “Da gusto viajar así, y perderse y perder tiempo y tener que comenzar de nuevo y llegar tarde con gente como ustedes que no se agobia ni se mosquea y que disfruta tanto de llegar como de ir”. Todo el mundo asintió con una sonrisa.

Casi hora y media después de salir de Maputo llegamos a una fila de coches que ordenadamente esperaban la llegada del “batelâo”. Los eternos vendedores se asomaron por las ventanas. Bebidas, figuras de animales hechas con hojas, gorros, gafas de sol, flores. Lo más ingenioso fue un muchacho que nos quiso vender un pasaje al otro lado del río en otro barco “porque el que normalmente se usa está estropeado” aunque lo estuviéramos viendo descargar en la otra orilla.

Esperar es uno de los estadios más habituales en este continente. Se espera a que llegue alguien a comprar. Se espera a que cese la lluvia, a que la cola del pozo de agua se reduzca, a que el día termine, a que la siembra crezca, a que alguien venga, etc. Nosotros esperamos y esperando comenzamos a charlar con unos y con otros. Lourenço era maestro de escuela en un pueblo cercano. Luca, estudiante iba con un par de amigos a pasar el domingo a la playa. Un grupo de chicas se reían. Un anciano, con la mirada perdida pensaba. Otros jóvenes nos miraban con curiosidad.

Cruzamos y una vez en el otro lado, Amor tuvo que poner en práctica su habilidad en el manejo del 4x4, ya que el sendero de arena complicaba avanzar. Cansados, hambrientos, sudorosos y con ganas de bañarnos llegamos. Un cartel señalaba “Joyce”. Nos darían de comer en una hora. “Mientras, acérquense a la playa” nos dijo en el idioma de Joyce el dueño del garito, un inglés simpático de edad avanzada. Encantados, le hicimos caso. Subimos unas dunas, y al llegar al repecho, el Océano Índico se mostraba ante nosotros orgulloso y bello.

Al acercarnos a la orilla, lo primero que vi junto a las olas fue a un par de jóvenes chinos arrojar hacia el mar un pequeño tiburón de un metro. El animal parecía medio muerto. La marea lo devolvió. Ellos lo agarraron de nuevo por la cola y en el momento en que lo arrojaban la sardinita pareció recobrar vida y desapareció. Me quedé petrificado. Me acerqué y les pregunté “Eso era un tiburón, ¿no?” Me miraron y se rieron “Si, si, tiburón. Lo compramos a los pescadores y lo devolvemos al mar para salvarlo. Sus padres tienen que estar por ahí”. “¿De verdad?” “Sí, pero más adentro” No terminaba de saber si eran de alguna rama radical del movimiento ecologista o sencillamente nos querían joder el baño. Pero lo hicimos. Ningún tiburón nos iba a impedir un chapuzón. Cerquita de la orilla, vigilando todo lo que se movía y sin dejar de tocar fondo nos pegamos un rápido baño.

Al rato descubrí por qué el destino nos había llevado precisamente hasta ese punto de la costa. Un grupo de pescadores arrastraba redes a la orilla. Me acerqué a ellos. Sus pieles sudorosas brillaban al reflejo del sol. Eran media docena de hombres y un niño de unos diez o doce años. Pregunté quien era el jefe (en África es muy importante respetar las jerarquías). Saludos de rigor. “¿Me permitiría hacerles unas fotos mientras trabajan?” Me miró un segundo y dijo que sí. Media hora después tenía una buena colección de fotografías de esos hombres silenciosos y en ocasiones tímidamente sonrientes. Después de conversar un momento con ellos me despedí muy agradecido. Tuve que vaciar el paquete de tabaco de Edna para darles lo único que me habían pedido. Un cigarro.

A la tarde regresamos. El camino era largo y había que estar de vuelta antes de que anocheciera. Yo iba feliz. Estas fotografías me parecían un tesoro. Y ya ni recordaba la familia de tiburones.

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