- ¡Le voy a cortar un trozo de oreja!
Miré a Diaz sin saber muy bien si hablaba en serio o en broma. Ante mi cara de estupefacción él insistía.
- Es mi derecho. La policía me ha preguntado qué quiero y yo quiero eso. No la oreja entera, pero sí un trozo, aunque sea pequeño.
Miré a Diaz sin saber muy bien si hablaba en serio o en broma. Ante mi cara de estupefacción él insistía.
- Es mi derecho. La policía me ha preguntado qué quiero y yo quiero eso. No la oreja entera, pero sí un trozo, aunque sea pequeño.
Semanas atrás, Diaz me había pedido un favor. “Por fin –pensé- después de todos los que me ha hecho él a mí”. Yo iba a Maputo, y aprovechando aquel viaje quería que le trajese un teléfono celular. Según él, allí eran más baratos. No se podía gastar más de dos mil meticais y lo quería con cámara de fotos. Lo necesitaba, porque el que tenía estaba para el museo de antigüedades.
Miré y remiré y por ese precio no había ningún teléfono con cámara de fotos en todo Maputo. Una vez más, fue Edna la que encontró la solución. Ella tenía un teléfono de esas características guardado en un cajón de casa. Se trataba del que usaba en España. Por su parte, Sabulía, el guardián también nos había pedido que le trajésemos un móvil. Él no precisaba sofisticaciones fotográficas, pero lo más que podía pagar eran seiscientos meticais. Sin embargo lo más barato que encontré era justo el doble, mil doscientos. Mientras que cuatro mil era lo más económico para el que quería cámara de fotos. ¿Solución? Le pasábamos a Diaz el de la mesilla por seiscientos meticais, con lo que completábamos lo que Sabulía no podía pagar. Así todos salían ganando. Perfecto.
Miré y remiré y por ese precio no había ningún teléfono con cámara de fotos en todo Maputo. Una vez más, fue Edna la que encontró la solución. Ella tenía un teléfono de esas características guardado en un cajón de casa. Se trataba del que usaba en España. Por su parte, Sabulía, el guardián también nos había pedido que le trajésemos un móvil. Él no precisaba sofisticaciones fotográficas, pero lo más que podía pagar eran seiscientos meticais. Sin embargo lo más barato que encontré era justo el doble, mil doscientos. Mientras que cuatro mil era lo más económico para el que quería cámara de fotos. ¿Solución? Le pasábamos a Diaz el de la mesilla por seiscientos meticais, con lo que completábamos lo que Sabulía no podía pagar. Así todos salían ganando. Perfecto.
Sabulía recibió su encargo con una sonrisa mayor que su expresión de buena persona. “Pero este mes no les podré pagar”. Diaz se convirtió en el hombre más feliz de su barrio. No paraba de sacar fotos a todos los vecinos. Hasta que tres días más tarde, y pendiente aún del cobro…
- Señor Carlos, ha ocurrido una desgracia terrible.
Aparté la computadora intrigado.
- ¿Qué pasa Diez?
- Señor Carlos, ha ocurrido una desgracia terrible.
Aparté la computadora intrigado.
- ¿Qué pasa Diez?
El hombre mantenía un gesto que nunca le había visto antes. Agarró una silla y se sentó apesadumbrado y mirando al suelo. Por un momento me alarmé.
- ¿Diaz, qué ocurre?
- Una desgracia total. No sé cómo explicarle
Seguía mirando al suelo, pero comencé a percibir una ligera sobreactuación.
- No sé cómo decirle.
- Pues diciéndolo Diaz. ¿Qué pasa?
- ¡Me han robado el teléfono!
Para mis adentros respiré. Y a partir de ahí Diaz fue un torbellino de explicaciones. Había descendido del vehículo. Llevaba el teléfono en el bolsillo. Y al agarrar una caja le había parecido que algo había ocurrido. Al regresar se tocó el pantalón pero el bulto del celular había desaparecido y junto al coche no había nada. Pero el guarda de la oficina donde había llevado el encargo no se había movido de ahí y aseguraba no haber visto nada. Sin embargo, Diaz estaba convencido de que tenía algo que ver y con esos poderes extraños que yo no aseguro que no tenga, él percibía que ese guarda… ummmmmm…!
- Bueno Diaz, vaya susto me ha dado. Creía que le había ocurrido algo peor.
- Pero esto es muy grave. Ese guardia cabrón me ha robado y lo niega.
Me hizo gracia cómo utilizó el término “cabrón” en castellano castizo. Desde ese día, cada vez que coincidíamos se mostraba como el mozambicano más desgraciado “por culpa de ese guardia cabrón”. Fue a contratar a un fechizeiro especialista en la recuperación de artículos robados, pero el día anterior se había ido a Beira. Pagó a unos amigos para que vigilaran al vigilante. Yo le animé a que se olvidara del asunto y que evidentemente se olvidara también de pagarme nada.
Esa mañana entró en la oficina en la que me encontraba trabajando. Y colocando delante de mis narices el famoso teléfono móvil echó una carcajada que retumbó en toda la ciudad. La vigilancia había terminado por dar resultado. Alguien había escuchado al guardia hablar con su cuñada por teléfono. Al parecer todo el mundo sabía que la cuñada no tenía teléfono y entonces, ¿con qué aparato hablaba? Visitaron al guardia, le amenazaron y como el hombre no soltaba prenda avisaron a la policía. En la comisaría terminó de aclararse el asunto. El hombre confirmaba que le había vendido a su cuñada un teléfono que “se había encontrado” en el suelo. Devolvió el artefacto y asunto concluido. Pero para Diaz no estaba concluido. Él quería que la comunidad supiera que ese guardia era un ladrón. La policía le preguntó qué era lo que quería. Y Diaz les explicó que un trozo de oreja para añadirlo a su llavero. “Y así, cuando me lo cruce en la calle ese hombre sepa que un trozo de su oreja lo tengo conmigo. Así estaré protegido y todos sabrán que es un ladrón”.
Le escuchaba con la boca abierta y la sonrisa congelada. Me miró divertido.
-Ya sé que usted no entiende, –me dijo- pero es mi derecho.
No le volví a sacar el tema. Hoy a la mañana, y sin que yo le recordase nada, me ha pagado los seiscientos meticais. Se los he cogido con un poco de temor, sin preguntar y sin querer mirar el llavero que tenía en la mano.
- ¿Diaz, qué ocurre?
- Una desgracia total. No sé cómo explicarle
Seguía mirando al suelo, pero comencé a percibir una ligera sobreactuación.
- No sé cómo decirle.
- Pues diciéndolo Diaz. ¿Qué pasa?
- ¡Me han robado el teléfono!
Para mis adentros respiré. Y a partir de ahí Diaz fue un torbellino de explicaciones. Había descendido del vehículo. Llevaba el teléfono en el bolsillo. Y al agarrar una caja le había parecido que algo había ocurrido. Al regresar se tocó el pantalón pero el bulto del celular había desaparecido y junto al coche no había nada. Pero el guarda de la oficina donde había llevado el encargo no se había movido de ahí y aseguraba no haber visto nada. Sin embargo, Diaz estaba convencido de que tenía algo que ver y con esos poderes extraños que yo no aseguro que no tenga, él percibía que ese guarda… ummmmmm…!
- Bueno Diaz, vaya susto me ha dado. Creía que le había ocurrido algo peor.
- Pero esto es muy grave. Ese guardia cabrón me ha robado y lo niega.
Me hizo gracia cómo utilizó el término “cabrón” en castellano castizo. Desde ese día, cada vez que coincidíamos se mostraba como el mozambicano más desgraciado “por culpa de ese guardia cabrón”. Fue a contratar a un fechizeiro especialista en la recuperación de artículos robados, pero el día anterior se había ido a Beira. Pagó a unos amigos para que vigilaran al vigilante. Yo le animé a que se olvidara del asunto y que evidentemente se olvidara también de pagarme nada.
Esa mañana entró en la oficina en la que me encontraba trabajando. Y colocando delante de mis narices el famoso teléfono móvil echó una carcajada que retumbó en toda la ciudad. La vigilancia había terminado por dar resultado. Alguien había escuchado al guardia hablar con su cuñada por teléfono. Al parecer todo el mundo sabía que la cuñada no tenía teléfono y entonces, ¿con qué aparato hablaba? Visitaron al guardia, le amenazaron y como el hombre no soltaba prenda avisaron a la policía. En la comisaría terminó de aclararse el asunto. El hombre confirmaba que le había vendido a su cuñada un teléfono que “se había encontrado” en el suelo. Devolvió el artefacto y asunto concluido. Pero para Diaz no estaba concluido. Él quería que la comunidad supiera que ese guardia era un ladrón. La policía le preguntó qué era lo que quería. Y Diaz les explicó que un trozo de oreja para añadirlo a su llavero. “Y así, cuando me lo cruce en la calle ese hombre sepa que un trozo de su oreja lo tengo conmigo. Así estaré protegido y todos sabrán que es un ladrón”.
Le escuchaba con la boca abierta y la sonrisa congelada. Me miró divertido.
-Ya sé que usted no entiende, –me dijo- pero es mi derecho.
No le volví a sacar el tema. Hoy a la mañana, y sin que yo le recordase nada, me ha pagado los seiscientos meticais. Se los he cogido con un poco de temor, sin preguntar y sin querer mirar el llavero que tenía en la mano.
2 comentarios:
Glup.
Carlos.
Están circulando por internet, una serie infinita de premios, a los desconfío un origen espureo.
En cambio, sé que quien los entrega, lo hace de buena fe.
Me han concedido uno, pidiendo que elegiriera otros blogs y, pensé en vos.
Porque levantás la voz de una tierra que no está globalizada.
Porque mostras, señalás, enseñás, rescatás del olvido.
Te lo doy con respeto y esperanza de que alguna vez soplen buenos vientos, en ese continente castigado.
Saludos
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