lunes, 16 de junio de 2008

“Es una pena que padres y madres vayan a morir solos”

Lo ha dicho el portavoz de la Asociación ecuatoriana Rumiñahui. El gobernante prepara una nueva norma para provocar infelicidad y dolor a las personas que han cometido la desfachatez de nacer en países empobrecidos y no quedarse allá. Se va a impedir a los padres y madres de los inmigrantes que se junten con sus descendientes. Morirán solos y añorando a sus hijos e hijas queridas que tuvieron que cometer el delito de emigrar para dar de comer a sus nietos.

La migración desde Europa se ve desde el puerto de llegada. No se imagina, no se quiere imaginar el gobernante ni la sociedad, ni en un descuido de la empatía cómo fue el puerto de salida. Allá quedó la añoranza, el amor de los seres queridos, el temor por el futuro. Con el emigrante viaja la incertidumbre y el miedo. La soledad.

El gobernante solo visualiza las estadísticas frías, el número de los llegados, las cuentas que cuadran, la tendencia en votos. Las fotografías de primeros planos aterrorizados ganan premios, pero el gobernante no se detiene en cuestiones artísticas. El gobernante está lanzado en una carrera retrógrada que arremete contra los pocos derechos sociales conquistados. Planteamientos de la revolución francesa que estudiábamos en los libros de historia hoy son demasiado subversivos. ¿Crisis? ¿Aumenta el desempleo? Pues semanas de 65 horas. Sesenta y cinco horas para morir en vida. Transformar a los seres en lo menos humanos posible y lo más autómata que permita una ley que fuerzan a favor de esta nueva era medieval que atraviesa la gorda emperifollada y maloliente que es la vieja Europa.

Se ha condenado al sur a la pobreza. Se le ha torturado, se le han arrancado a los hijos para hacerlos esclavos, se le ha expoliado todo tipo de materias primas… Estamos cansados de decirlo una y otra vez…

Se ha abierto en Europa el gran concurso de la ignominia. ¿Quién es el más reaccionario? ¿Qué mente puede discurrir la ley más impúdica? Los derechos humanos recogidos en declaraciones universales son el último escollo.

¿Qué digo a la gente que aquí, en Maputo, me interroga con sus miradas?

“Es una pena que padres y madres vayan a morir solos”. Al menos ellos no morirán de vergüenza.


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