Alquilamos un pequeño coche con aparato de música para escuchar los cds que me había agenciado en aquella tienda de la Long Street en Ciudad del Cabo (“An Afro-portuguese odyssey”, “Woman of Africa” y un doble de grupos tanzanos y keniatas). Y nos dirigimos al sur de Cape Town por el oeste de la península con idea de llegar hasta la Punta, hasta el mismo “Cabo de las Tormentas”, como lo llamó su descubridor oficial, Bartolomé Diaz (no confundir con el Díaz de Pemba, mi hechicero particular).
Íbamos por la carretera del litoral disfrutando de un paisaje hermoso. En Hout Bay nos detuvimos. Una pescadería anunciaba “If it’s fresher it’s still swiming” (“si está más fresco aún nada”). En el puerto, a la vez que una enorme foca amaestrada posaba cual modelo exuberante frente a los objetivos fotográficos de los turistas, un barco nos acercó a la isla Duiker. Allí, varias familias numerosas de focas, éstas sí, libres, aprovechaban el tiempo para holgazanear y darse chapuzones.
Seguimos más al sur y cruzamos la península hasta Simonstown, que era donde habíamos reservado habitación. Las vistas a la False Bay eran más que espectaculares. Teníamos que bajar más. Esta vez el mar lo teníamos a nuestra izquierda. Y llegamos a la Reserva Natural del Cabo de Buena Esperanza. Entramos. Era como una estepa con una vegetación extraña, diferente. Conducíamos despacio, saboreando el paisaje y de pronto, en un curva dos enormes avestruces. Al rato, varias elands (una especie de gacela) nos miraban curiosas. Más adelante llegamos hasta donde la carretera moría. Un barranco gigantesco, con un faro en su punta se adentraba como proa de buque de piedra en un mar brutal en su grandiosidad.(En este punto aclaro que hay versiones diferentes sobre dónde se encuentran ambos océanos. Pero ya que yo estuve aquí y no bajé hasta el Cabo Agulhas, que es el más meridional, pues supongamos que en el Cabo de Buena Esperanza, aunque no sea el punto más sureño sí es donde se juntan ambos Atlántico e Índico). Ahí estábamos, ante la furia y la anarquía de una naturaleza salvaje, impredecible, sin tregua. El “Holandés errante” no estaría lejos. Me sentí diminuto ante esta belleza. Sobrecogido.
De pronto el cielo se cubrió y una tormenta amenazó con hacer verdad la leyenda. Fue un falso aviso. Pero nos sirvió para darnos cuenta de que se hacía tarde. Debíamos regresar. Pero la curiosidad y la emoción de encontrarnos en un lugar tan fascinante podía más. Queríamos investigar todos los caminos. Vimos más avestruces, gacelas, y de pronto… ¡cebras! Nos detuvimos, y Edna, hipnotizada se dirigió hacia ellas. De vez en cuando los animales la miraban y entonces ella se detenía. Seguían pastando, y ella volvía a caminar. Amor me preguntó “¿Crees que vamos a llegar a tiempo a la salida antes de que cierren?” Le dije que sí sin saber porqué, ya que evidentemente no llegábamos. Edna estaba allá lejos, abducida por la emoción. Llamarla sería un sacrilegio. Además, posiblemente en ese instante algo sucedió en su interior. Le dieron ganas de llorar de bienestar, de sentirse admitida por unos animales salvajes como esos. La noticia que tendremos días más tarde quizá tenga que ver con todo aquello. No sé. La vida es un misterio.
La suerte quiso que encontráramos una salida de la Reserva Natural que no estaba cerrada, ya que el candado no funcionaba.
Fue una tarde hermosa es un paraje estremecedor.
Al día siguiente nos detuvimos en The Boulders a ver pingüinos. ¡Pingüinos en África! Simpática colonia de enanos con frac. Al atardecer llegamos a la capital de Wineland, la tierra de los vinos. Stellenboch parecía un pueblo holandés. Visitamos dos viñedos y probamos sus caldos. Regresamos a Cape Town, disfrutando antes del jardín botánico de Kristenboch. Un lugar para perderse. Como efectivamente sucedió.
Llegamos a Ciudad del Cabo cansados y felices. Como despedida decidimos subir a Lion’s Rump a ver la puesta de sol. Y en su lugar vimos algo aún más espectacular. Justo en el extremo opuesto, la salida de una luna de fábula vino a ser la más bella despedida. El atardecer del sol. El amanecer de la luna.
Al día siguiente subimos al avión para regresar a casa. A una casa que no es nuestra casa, pero que nos ha adoptado provisionalmente sin más preguntas. Una casa pobre, desvencijada, sucia y a la que justo le quedan fuerzas para sobrevivir al día a día. Una casa inundada de gente buena que saluda sonriendo aunque llueva.
Las azafatas hablaban portugués. El refrigerio, escaso venía dentro de una cajita de cartón que contenía la inscripción “Bom Appétite”.
El "Holandés errante" siguió su camino. Nosotros regresábamos a Mozambique.
1 comentario:
Kaixoooo!
Jo Edna!!! Viendote ahi con las cebras, me recuerdas a tus momentos con las pottokas de Istarbey...
Txarli, como sigas alargando la trama, vamos a morir de angustia!!!
Jaja!
Muxu a los dos.
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