Aterrizamos en Ciudad del Cabo a la tarde. Nos alojamos en un Backpacker de Long Sreet. Para llegar hasta el cuarto de baño compartido atravesamos una habitación con tres literas y con otros tantos gorilas veinteañeros, blancos de cuello ancho que amenazaban con roncar y con juerga nocturna. El sitio estaba bien si uno era joven, tenía dinero y/o tabla de surf. Pero a nuestra edad, y sobre todo a la mía, el sitio se quedaba allá atrás, junto a la memoria de mis primeras escapadas descubridoras de farras sin reloj ni tener que rendir cuentas a nadie ni a nada.
Dejamos el equipaje y salimos a patear la ciudad. Bajamos por la larga calle “Long street” buscando un nuevo alojamiento para el día siguiente. No podíamos evitar el asombro que nos producía estar en el África más alejada de su estereotipo. De un estereotipo que al mismo tiempo lo confirmaba. Cape Town, o Ciudad del Cabo era una hermosa ciudad dominada por los blancos en un país negro. El apartheid dejó de ser años atrás. El Congreso Nacional Africano gobierna este bellísimo país. Pero lo que la realidad nos mostraba era una división tozuda. Blancos en coche y negros andando. Blancos comiendo en restaurantes y negros sirviéndoles. Blancos paseando placenteramente con sus familias y negros limpiando, vendiendo periódicos en los semáforos, ofreciéndose para cuidar los coches aparcados, vendiendo yerba o coca apoyados en las farolas o en las paredes, esperando el bus para ir a las afueras, donde su casa les esperaba cargada de hijos y problemas.
Fuimos hasta el puerto, conocido como Waterfront. Preguntamos en el servicio de Información Turística. Nos dieron unas explicaciones minuciosas de las diferentes opciones que teníamos de acuerdo a nuestro plan. Ciudad y entorno.
Uno de los objetivos sería subir a la Table Mountaint, la orgullosa montaña en forma de mesa que domina la ciudad y que era su emblema. La montaña anaranjada que vieron los primeros colonizadores holandeses que entraron por este punto al continente en un intento paranoico de dominarlo.
Nos fuimos a cenar. El menú ofrecía exquisiteces tan poco comunes como cocodrilo, avestruz, impala, kudhu… Probamos de todo. La carne de avestruz era deliciosa y fuerte. La de cocodrilo suave. Las apariencias una vez más engañaban.
Tras el safari gastronómico nos dirigimos a uno de los lugares de música de la ciudad. Encontramos un sitio donde la mayoría negra anunciaba una música mejor de la horterada de otros lugares de sonrisa sonrosada al estilo Abba. Ahí entramos, frotando cuerpos contra cuerpos en una rítmica y sudorosa sesión de hip-hop local, hasta que nos olvidamos de la hora y casi del camino de vuelta al Backpacker de la Long Street. Los gorilas dormían en silencio.
Al día siguiente nos esperarían nuevas sorpresas.
Dejamos el equipaje y salimos a patear la ciudad. Bajamos por la larga calle “Long street” buscando un nuevo alojamiento para el día siguiente. No podíamos evitar el asombro que nos producía estar en el África más alejada de su estereotipo. De un estereotipo que al mismo tiempo lo confirmaba. Cape Town, o Ciudad del Cabo era una hermosa ciudad dominada por los blancos en un país negro. El apartheid dejó de ser años atrás. El Congreso Nacional Africano gobierna este bellísimo país. Pero lo que la realidad nos mostraba era una división tozuda. Blancos en coche y negros andando. Blancos comiendo en restaurantes y negros sirviéndoles. Blancos paseando placenteramente con sus familias y negros limpiando, vendiendo periódicos en los semáforos, ofreciéndose para cuidar los coches aparcados, vendiendo yerba o coca apoyados en las farolas o en las paredes, esperando el bus para ir a las afueras, donde su casa les esperaba cargada de hijos y problemas.
Fuimos hasta el puerto, conocido como Waterfront. Preguntamos en el servicio de Información Turística. Nos dieron unas explicaciones minuciosas de las diferentes opciones que teníamos de acuerdo a nuestro plan. Ciudad y entorno.
Uno de los objetivos sería subir a la Table Mountaint, la orgullosa montaña en forma de mesa que domina la ciudad y que era su emblema. La montaña anaranjada que vieron los primeros colonizadores holandeses que entraron por este punto al continente en un intento paranoico de dominarlo.
Nos fuimos a cenar. El menú ofrecía exquisiteces tan poco comunes como cocodrilo, avestruz, impala, kudhu… Probamos de todo. La carne de avestruz era deliciosa y fuerte. La de cocodrilo suave. Las apariencias una vez más engañaban.
Tras el safari gastronómico nos dirigimos a uno de los lugares de música de la ciudad. Encontramos un sitio donde la mayoría negra anunciaba una música mejor de la horterada de otros lugares de sonrisa sonrosada al estilo Abba. Ahí entramos, frotando cuerpos contra cuerpos en una rítmica y sudorosa sesión de hip-hop local, hasta que nos olvidamos de la hora y casi del camino de vuelta al Backpacker de la Long Street. Los gorilas dormían en silencio.
Al día siguiente nos esperarían nuevas sorpresas.
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