miércoles, 30 de julio de 2008

Noche peligrosa

El mismo día que llegó por primera vez a Maputo, a Philippo lo asaltaron pistola en mano cuando salía de cenar con su amigo Alberto. Se quedó atónito y con un temblor que aún le duraba cuando yo lo conocí dos días después.

Era un viernes de noche fiestera. “Sal con ellos -me dijo Edna- Aún no te has pegado una farra en Maputo”. Así que nos juntamos los tres y les convencí de que era mejor sobreponerse del miedo retando a la noche. Nos fuimos a cenar a la “feria popular”. Se trataba de un simpático recinto donde se mezclan de manera desordenada restaurantes con artilugios de feria del siglo pasado. El restaurante elegido estaba cerrado, así que entramos a otro que, como todos, estaba a rebosar. Junto a nuestra mesa se celebraba un cumpleaños con más de veinte personas. En la esquina del local, dos músicos entonaban melodías de cualquier parte del mundo. El ruido era tal que debíamos gritarnos para hablar. Philippo venia de estar dos años en Tayikistán, donde había quedado su novia tayika a la espera de arreglar los papeles para venir a Mozambique. Como yo estuve dos veces en Uzbequistán, por ahí se inició la conversación, que pronto fue derivando en el mal de amores que estaba sufriendo Alberto. Para cuando nos trajeron la parte sólida de la cena llevábamos ya tres cervezas cada uno y nos habíamos recorrido un trozo importante de Asia Central y otro de los amores centrales.

El “cumpleaños feliz”, que aquí se canta “Parabens pra você” fue el preámbulo de una tarta generosa que la cumpleañera nos repartió también a nosotros. Y así arrancó el baile. Los dos músicos de la esquina no daban crédito a su éxito mientras que, juraría, la homenajeada miraba de reojo a mis amigos. Después de un brandy duplo (Alberto llevaba la voz cantante en la cuestión líquida) salimos del lugar.

El "Xima" es otro local de moda en la noche de Maputo. Hasta hace muy poco, la entrada era libre. Eso hacía que el número de personas que cabían en un metro cuadrado fuera de record gines y que los bolsillos hubiera que tenerlos vacíos de artilugios que pudiesen ser añorados. Ahora se cobran cien meticais con derecho a… ¡seis cervezas por cabeza! Ahí la confusión comenzó a aumentar. Éramos, además del trompetista, los únicos “mulungos” (blancos) del lugar. La música movía los cuerpos al ritmo de marrabenta, una especie de cumbia local. Un joven me habló en inglés. Yo le respondí en shangana y ahí comenzaron las risas en portugués. La gente aquí es tan simpática que uno a veces se pregunta qué será lo que quiere a cambio. Estefan no quería nada más echar unas risas, aunque sí le invité a una de las cervezas que a mí me sobraban. En un momento me dio un papel. No se trataba de ningún estimulante. Ahí ponía, “Eu sou Rebeca. Meu telefon é xxxx. Me da o seu numero?” “¿Y esto? –pregunté- ¿es para mí? ¿quién te lo ha dado?”. Me señaló a una de las mujeres más lindas del local. Una de esas diosas que tanto abundan en Mozambique. En ese momento estaba bailando con el trompetista blanco. Mutuamente se palpaban todos los bolsillos de una forma bastante apasionada. Justo cuando ella me miró dijo Alberto, “Vámonos al Coconut. Hay una fiesta angolana”.

Tanto Alberto como Philippo habían olvidado bastante el temor que los tenía paralizados por culpa del atraco de dos días atrás. Philippo, además de venir de Tayikistán, había estado antes en Darfur y en Angola. Una fiesta angolana era la mejor medicina para terminar de superar la parálisis.

El Coconut es la discoteca de moda. Yo hubiera preferido un local más popular, menos discotequero, pero la fiesta se anunciaba ahí. Algo que luego no era verdad. Eso es muy habitual aquí. Preguntar las razones de los cambios es del todo absurdo. Hay lo que hay. Parte de la discoteca estaba al aire libre. Se trataba de diferentes y amplios habitáculos donde cientos de cuerpos danzaban sin pudor. Y sin pudor se paseaban muchas manos por cuerpos ajenos. Mirar era un placer. Pero había que implicarse. Al poco tiempo no quedaba más remedio que bailar. Y bailar fue lo que hicimos. Rozando caderas y midiendo distancias. Hasta que a no sé que hora no sé quien de los tres recobró la cordura y propuso una retirada a tiempo. Yo era el chofer. Llevé a mis amigos a su casa y me fui a la mía. Eran las cinco de la mañana.

Al día siguiente, aún en la cama Edna me preguntó por los detalles. "Tenían razón Alberto y Philippo, le dije. La noche de Maputo es muy peligrosa". Se rió y me abrazó.



domingo, 27 de julio de 2008

La tierra de los Swazis (y 2)

Tras desayunar, nuestros pies caminaron el Mercado de Mazini. Allí, las mujeres se sorprendían escondiendo sus risas de ver a una blanca embarazada. Se avisaban una a otra y todas miraban con la boca abierta y se reían tapándosela. Yo caminaba detrás disfrutando del espectáculo. Una me señaló como “culpable” del sucedido. Le dije que estaba de cinco meses. Se escandalizó, habló es swazi con sus compañeras. Todas se alborotaron de manera exagerada. Habían entendido que esperaba cinco bebés. Aclarado el malentendido la risa fue general.

En 1867, Swazilandia fue convertido en protectorado británico. Y en el año 1941 fueron reconocidas sus autoridades tribales para utilizarlas como intermediarias con la población local. La oficialización del racismo en Sudáfrica promovió por parte de Inglaterra la descolonización de Swazilandia y Lesotho. Sobhuza II fue nombrado jefe de Estado. En 1973 el rey disolvió el Parlamento, suspendió gran parte de las escuálidas libertades democráticas y anunció un estado de emergencia que nunca se ha derogado. Los partidos políticos pasaron a convertirse en una quimera. Como muchas veces ocurre en la historia, se manipularon las tradiciones en beneficio del poder político.

Decidimos regresar a la naturaleza. Y nos fuimos a Milwane. Allí no había más animales peligrosos que los cocodrilos que se tumbaban junto a la charca, por lo que el paseo estaba permitido. Anduvimos entre cebras, impalas, algunos monos, ñús, kudus y cientos de pájaros de nos acompañaban con sus cantos. Resultaron ser casi tres deliciosas horas. A pesar del dolor de cabeza que martirizaba mis sienes.

En agosto de 1982 murió Sobhuza II, lo que originó el inicio de intrigas palaciegas en la lucha por el trono. Teniendo el cuenta que el rey tiene cuantas esposas desee, y que el trono se hereda por vía materna, esas intrigas constituyeron una complicada pelea de ramas familiares. Ganó la más conservadora, la que se alió con la Sudáfrica del apartheid y se dedicó a detener a militantes del Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela. En el año 1992 surgió el PUDEMO (Movimiento Democrático de Unidad Popular) como aglutinador de la oposición. Hasta el cambio de siglo la situación de Swazilandia giró en torno a tímidas protestas de una población demasiado domesticada y la consolidación del clan Dlamini en el gobierno y de Mswati III en la única monarquía al sur del Sahara.

Cuando el mundo asistía preocupado a la repercusión del cambio de milenio en los ordenadores, en el reino de Swazilandia la libertad de prensa fue la primera víctima. El rey comenzó tímidamente a ser alguien cuestionado. En el año 2004, al tiempo que se vivía una alerta humanitaria debido a la sequía, el caballero solicitaba quince millones de dólares para la construcción de un palacio para cada una de sus once esposas.

La “Ceremonia del Junco” son varias jornadas de baile que se realiza en diferentes momentos del calendario. Sus danzas y sus canciones no puede realizarse fuera de esos días. Por un lado está la “Ceremonia del Junco” o “Umhlanga” de las mujeres casadas. Por otro lado la de los guerreros del rey y por último, la más famosa, la de las mujeres solteras, supuestamente la de las vírgenes. El último año vinieron chicas de todo el país. Llegaron a sumar setenta mil jóvenes. Para ellas parece ser un momento especial porque se encuentran y conviven unos días todas juntas. Hasta el año siguiente no volverá a suceder. Convivir en este caso es sinónimo de cotillear, contarse secretos, intercambiarse información, divertirse. No bailan para que el rey las escoja como a su esposa. Pero sucede. No se hace durante la “Umhlanga”. Si al monarca le ha gustado alguna joven de manera especial, enviará a algún súbdito a informarse de quien es esa muchacha y de proponerle una visita al palacio real. El último año, la elegida fue una joven de dieciséis años. Eso levantó críticas que el rey trató de calmar anunciando que tan sólo pretendía pagar a esa mujer su educación. Seis meses después estaba embarazada.

Una de las empresas pujantes del país es la construcción de velas. Allí nos encaminamos. Sus diferentes colores se consiguen, no por que sean pintadas, sino por la suma de ceras de diferentes colores durante en su elaboración. Según se van consumiendo, la iluminación consigue colores de fantasía siempre diferentes. Estas velas artesanales se exportan y son fuente de orgullo de la población local.

Llegó la noche y con ella un hambre voraz, por lo que fuimos a un restaurante a cenar. Era uno de los más selectos del país. Incluso aprovisionaban de lentes de diferente aumento a los que tenemos que usar la largura de nuestro brazo para enfocar la lectura del menú. Dudaron en dejarnos entrar al ver la indumentaria montañera que traíamos y estar llenos de barro.

Regresamos al logde de nuestros amigos, y siguieron las historias mágicas a la luz de la hoguera.

Antes de la llegada del hombre blanco a esta región, el rey de entonces (alucinado, sabio, o vendepeines) anunció que había tenido un sueño. En breve llegaría un ser de cabello laceo como el de los caballos con un libro en una mano y metal en la otra. Y avisó que sobre todo no deberían combatir contra él. Que deberían aceptar el libro y rechazar el metal. Los swazis nunca combatieron a los colonizadores. Y eso hizo que se respetara la monarquía. Al menos así lo cuenta la leyenda.

Los espíritus de los reyes pasados están encerrados en la roca Sibebe, la segunda más grande del mundo. La que visitaríamos al día siguiente. Allí hay senderos prohibidos al caminante extranjero. El miedo a robar un trozo de uña o de cabello para hacer fetichería lo impide. Existe un clan cuya función en esta vida es exclusivamente esa, guardar los lugares sagrados. Protegerlos del peligro de la manipulación por manos extrañas.

Nos encontrábamos en un país en el que para nada servían las comparativas con nuestras formas de entender la vida. Algunas cosas, evidentemente nos escandalizaban. Un país que en apariencia disfrutaba de mejores infraestructuras que Mozambique.

Swazilandia es un país pequeño con apenas un millón de habitantes. La falta de democracia se confunde con leyes y normas tribales que a su vez son utilizadas por el poder en beneficio propio. La magia o el miedo paraliza el inconformismo. Dinero de la cooperación y capital chino y sudafricano crea esas infraestructuras. La monarquía mantiene prohibidos los partidos políticos y al mismo tiempo está obligada por ley a dar tierra a cualquier persona que lo solicite para cultivar. Se tortura con poco disimulo, según los Informes de Amnistía Internacional y la tercera parte de su población sufre el HIV/sida. El mayor porcentaje del mundo.

Antes de emprender la carretera hacia el este, dirección Maputo, nos detuvimos en el House on Fire. Un curioso recinto que pareciera ideado por un loco iluminado por el espíritu de Gaudí, donde se junta un restaurante, logde, discoteca, varias tiendas de arte, un escenario al aire libre para conciertos, esculturas, etc...

Seguimos por la carretera hacia de Siteki. Giramos a la izquierda y nos dirigimos a la reserva de Hlane. Con ella nos despediríamos del país de los Swazis. Los rinocerontes nos prohibieron salir del coche. Son animales prehistóricos absolutamente espectaculares. Y sin embargo son las jirafas las que más me impresionan en su enormidad y belleza, que junto a las cebras componen un gran equipo. Las primeras son las que las que mejor oyen y las segundas las que mejor ven. Son inseparables. Y qué decir de los elefantes, los más grandes, o de los hipopótamos, los animales más peligrosos cuando están fuera del agua.

Nos despedíamos de este bello país de misterio por la frontera noreste que daba directamente a Mozambique, Lamahasha.

Curioso este país hermoso. Que pareciera extraído de un libro infantil si no fuera por su corrupción institucionalizada, la falta de libertad, y la violación a los Derechos Humanos. A comienzos de mayo fue asesinado en Nelspruit, al parecer por bandidos, Gabriel Mkhumane, líder del PUDEMO. En voz baja se dice que lo mataron por orden del gobierno de este país de cuentos.

miércoles, 23 de julio de 2008

La tierra de los Swazis (1)

Y así, bajo el influjo de Lua nos dirigimos hacia el sur. A la frontera de Sudáfrica con un país llamado Swazilandia.

No se trataba de ningún parque de atracciones. Swazilandia es un pequeño país africano tan real como la monarquía absolutista que sufre. Del tamaño de la provincia de Zaragoza, es un Estado-nación, o quizá mejor dicho, un Estado-tribu. La tierra de los Swazis.

Entramos por la frontera este, llamada Nwenya en el lado sudafricano y Oshoek en el swazilandés. Hablábamos en inglés, aunque de vez en cuando nos salía sin querer el portugués. Son ya nueve meses en Mozambique. En el nuevo país, el último policía antes de acelerar nos interrogó “¿Qué llevan?”. “Nada”. “Bueno –nos dijo sin disimulo cuando nos dejó pasar- a ver si a la vuelta traen algo”.

Enfilamos dirección Mbabane, la capital del país. Era de noche y los carteles no eran muy visibles. Debíamos seguir adelante y dirigirnos al valle de Ezelwini por la carretera vieja que va a Manzini. Después de perdernos varias veces, al fin llegamos a nuestro destino, un lodge regentado por una pareja de pamplonicas.

Nos acogieron con una amabilidad reconfortante. El establecimiento era exactamente lo que necesitábamos. Dos habitaciones y un baño con ducha. Además, una cocina para hacernos la cena que habíamos comprado en Nelspruit. Iosu y Miren, la pareja de navarricos nos explicaron, atendieron, mimaron y alimentaron. ¿Qué más se podía pedir? Pues una clase magistral sobre las costumbres e historia de este extraño país en el que nos encontrábamos. Dicho y hecho. Era una delicia escucharles.

Llevan cinco años aquí y lo único que echan en falta son los amigos y la familia. “La gente en Europa vive estresada. Agobiada con el tiempo. La ventana de su casa da a la de la vecina de enfrente. Aquí vivimos y trabajamos al ritmo que nos marca el sol. Y las vistas como podéis ver son las que buscan los turistas cuando se van de vacaciones. Nosotros las tenemos todo el año”. Y es que el valle de Ezelwini es un paraje ciertamente hermoso. Con montañas suaves de un verde que recuerda a Asturias.

Después de cenar nos contarían muchas cosas de este hermoso paisito en el que detrás de su amabilidad se esconde un régimen tirano. Pero no hablamos de ello. No quería comprometerlos. De la situación política me encargaría yo de informarme por mi cuenta. Nuestros anfitriones nos mostraron la punta del iceberg de la cosmovisión del mundo Swazi. Complicado para nuestras mentes occidentales. Completamente diferente. Una cosmovisión llena de magia. En el que las costumbres que lo dirigen se pierden en los tiempos anteriores a la aparición del hombre blanco. Los Swazis se dividen en clanes. En origen provienen de una gran emigración que los bantús hicieron hacia el sur. Una rama se dirigió hacia lo que hoy es Mozambique. Otra marchó más al suroeste. Diferentes familias se quedaron en los valles que componen este país, otros siguieron más al sur. Eran los hijos del dios Zulu. Los zulús. Los únicos que consiguieron derrotar a los boer, aquellos holandeses que aparecieron en la región con la pistola en una mano y la Biblia en la otra.

Una de las ceremonias que tienen fama más allá de las fronteras de Swazilandia es "La Ceremonia del Junco". Algún reportaje periodístico se centran el lo más llamativo. "Miles de jóvenes vírgenes danzan semidesnudas delante del rey para que él escoja su siguiente esposa". Hay algo más que eso. ..


lunes, 21 de julio de 2008

Teníamos que volver a Nelspruit, ciudad del norte de Sudáfrica, a tres horas de Maputo para hacer la segunda ecografía a las 21 semanas de embarazo. A la excursión, que alargaríamos todo el fin de semana para hacer una escapada a Swazilandia se sumaron Álvaro y Marga, una pareja de amigos que además pusieron el coche.

Los trámites en la aduana se nos hicieron más largos que otras veces. Pero llegamos puntuales y esperamos nuestro turno. Los resultados de todas las pruebas que le hicieron a Edna dieron resultados óptimos. El doctor apagó la luz y nuestros ojos se fijaron en la pantalla del monitor. Ahí estaba de nuevo la criatura. Era bastante más grande que la primera ecografía. Lo miramos más que asombrados. La cámara indiscreta enfocó en un momento su aparato genital. ¡Varón! Edna tenía una cara de felicidad que es imposible tratar de describir con palabras. Todo estaba correcto, todas las medidas, el peso, los órganos.

Cuando le dijimos al doctor que nos regresamos a Europa el próximo mes y que el bebé nacerá allá, nos pidió que le enviemos una foto del niño. Y es que tiene las paredes de la consulta inundada de fotos de niños y niñas, lo que le da una apariencia de guardería más que de clínica. Algo que no viene mal.

Salimos de la consulta con la felicidad en cada poro. Todo estaba bien. Si hubiera sido niña la felicidad hubiera sido la misma. Mientras esperábamos a nuestros colegas que se habían ido ha hacer unas compras llamamos a los abuelos y a los amigos. “Todo bien y es varón” aunque falta algo más de cuatro meses para que nazca.

Nos juntamos con nuestros amigos y emprendimos ruta a la segunda frontera que atravesaríamos en el mismo día, al reino de Swazilandia. Allí nos alojaríamos en el logde de una pareja de navarros, pero esa es otra historia.

Ahora que ya sabemos su sexo podemos también confirmar su nombre. Se va a llamar Lua. Así es como aquí, en Mozambique llaman a la luna, la que siempre acompaña nuestros viajes. Estemos donde estemos.



martes, 15 de julio de 2008

Una escapada (y 2)

…Llevábamos algo más de una hora caminando y el paisaje seguía siendo el mismo. Pero variaba cada pocos pasos, como una metamorfosis a cámara lenta. A nuestra derecha mar, a nuestra izquierda la isla. La estábamos bordeando desde hacía casi una hora. En el extremo opuesto de donde desembarcamos decidimos detenernos a almorzar.

Nadie. No había nadie a la vista. El sol calentaba. Edna, que ya está de casi cinco meses hizo un agujero en la arena y puso encima en pareo, introdujo la tripa ahí y exclamó “¡Uf, qué ganas tenía de poderme tumbar boca abajo!”. Así fue que nuestro hijo o hija (lo sabremos este fin de semana) fue durante media hora semilla sembrada en Ilha dos Portugueses, en el Océano Índico.

Al abrir los ojos quedaba poco para las tres de la tarde. Hora en la que nos recogería la lancha de Eduardo. Aún debíamos recorrer la mitad de la isla que faltaba. Nos pusimos en marcha. Al llegar al lugar acordado no había nadie. Pronto vimos que se aproximaba “Pili”.

Les estaba viendo desde Inhaca” nos dijo Eduardo. Esto sí que es coordinación, pensé. Diez minutos después estábamos de regreso en Inhaca. Edna se horizontalizó junto a la piscina. Yo salí a dar una vuelta por la única calle de la localidad.

En toda el África Austral que he conocido existe un juguete que apasiona a los niños. En Zanzíbar, en Dar el Shalam, en todo Mozambique desde Pemba e Ilha Moçambique hasta Maputo, en los barrios de Cape Town, en Swazilandia, en todos lados juegan con él. Se trata de un vehículo de fabricación casera del que sale un largo palo terminado en forma de volante. Son artefactos sobre ruedas. No usan corriente ni ondas. No figura en ninguna Playstation. Lo hacen ellos mismos con trozos de alambre y madera. Si gira el volante a la derecha el vehículo va a la derecha, si a la izquierda, a la izquierda. Nunca jamás se le terminan las baterías y no tiene peligro de atropello. Los frenos funcionan perfectamente y no existe el "game over". Muchos lo utilizan para más que para jugar. Es un compañero de paseada. Una autoescuela parbularia. Así fue que conocí a Nelio, Cristóbal y Luis. El último de ellos llevaba una cerveza en el vehículo que le había pedido su hermano mayor. Siempre había tenido ganas de preguntarles cómo llamaban a esa maravilla de la tecnología infantil africana. “Volvo” me dijeron “se llama Volvo”. En el Stone Town de Zanzíbar di con una "fábrica de camiones” similar. “¿Cómo se llama?” pregunté a uno de los chavales señalando el juguete. “Chevrolet”, me respondió.

Un par de caipirinhas junto a un guía local me sirvió de despedida. El joven tenía dieciocho años y hacía tiempo había dejado atrás los “Volvos”. “Ahora soy guía. ¿Quiere dar un paseo en barca? Mi tío no cobra en dólares”. Le deseé buenas noches y regresé al hotel.

Al día siguiente volvimos a Maputo en el mismo avión que nos trajo. Dos días a treinta y cuatro kilómetros mar adentro de Maputo nos recargaron de energía y del indispensable buen humor, tan necesario para seguir en esta caminata.


domingo, 13 de julio de 2008

Una escapada (1)

Los días muy claros, desde la costa de Maputo, por ejemplo desde Rua Federico Engels, se puede distinguir la isla de Inhaca. “¿Vamos? -Edna siempre tiene buenas ideas-. Además, dentro de poco ya no nos podremos hacer estas escapadas”.

Dicho y hecho. El viernes tomamos un pequeño avión de quince plazas. Sentados en su interior una minúscula duda se me cruzó. “¿Pero este cacharro vuela?”. Me la guardé para mis adentros. Mil quinientos meticais cada uno ida y vuelta. Quince minutos después de despegar aterrizamos casi encima del agua. No se debía a ningún percance. Simplemente es que la pista del pequeño aeropuerto isleño comienza casi donde llegan las olas del mar.

El “aeropuerto” está junto a varias machambas, que es como aquí se llaman las huertas. Mujeres, niños y algún hombre las trabaja. Al llegar, un vehículo que mantenía el estilo “modernista” de la avioneta nos esperaba y nos llevó al hotel. Para llegar atravesamos la senda de arena que cruza por mitad del pueblo. O se pasa por las afueras o por la mitad. Sólo hay una calle. También atravesamos una cancha de fútbol. Pero aquí sí, por uno de los lados.

Al llegar al Pestana hotel de la isla nos recibieron con agua de coco y con un pago de doscientos meticais que debíamos hacer en calidad de taxa de entrada a la isla. Con los recibos nos aclararon que debíamos llevarlos siempre encima. Los guardé en el libro que estoy leyendo de Rafael Courtoisie.

Habitación 17. “El mismo día que mi cumpleaños, el jueves 17” dijo Edna con la felicidad de escapar de la rutina de Maputo y las llaves en la mano. La habitación era inmensa y la cama tenía una mosquitera que para sí la hubiera querido Meryl Streep en “Memorias de África”. Mosquitera por otro lado necesaria, porque perdimos la cuenta de bichos voladores que matamos. Aunque no parecían portadores de maldiciones, uno nunca se puede fiar.

Salimos a la playa que se encontraba ahí mismo y nos pusimos a caminar entre conchas, estrellas de mar y una olas tímidas. Una hora más tarde tomamos el camino de regreso. El sol comenzaba a ocultarse como solo lo sabe hacer aquí. De manera majestuosa.

Cenamos planificando cómo “escaparnos” aún más al día siguiente…


Junto a Inhaca hay otra isla. Más pequeña. Deshabitada. Desayunamos. Nos fabricamos unos sanwiches, requisamos fruta del buffet y pedimos a una lancha que nos llevara. “A las 15 horas les recojo aquí para regresar” nos dijo Eduardo, el capitán de un bote llamado "Pili".

Aquí” era el sitio donde nos había dejado. La señal era un trapo rojo sobre un tronco. Eran las 12 y media del medio día. Nuestro objetivo era sencillo. Recorrer andando esta diminuta y hermosa isla que habíamos visto desde la avioneta al venir, “la isla de los portugueses”. De pronto el tipo que nos vendió las taxas el día anterior apareció de la nada. “¿Tienen las taxas de entrada?”. Recordé que traía el libro de mi amigo Rafael. Lo abrí y ahí estaban. “Ok, obrigado” dijo sin tocarlas. ¿Y si me las hubiera dejado en el hotel? “Tendría que pagar la multa” me dijo sonriendo.

Caminamos bordeando la isla en el sentido inverso de las agujas del reloj. El agua estaba fría. Multitud de caparazones de especímenes marinos se dejaban bañar por esas olas tranquilas y transparentes. Llevábamos más de una hora caminando por la orilla del mar cuando decidimos parar a comer…



martes, 8 de julio de 2008

Viene

Ahí viene. Desde lejanas e intrincadas inexistencias llega. Llega evolucionado hasta este presente que acaba de ser y que está por venir. Llega para ser. Para preguntar. Para preguntarse. Para respirar. Para coger el relevo. Llega y su espacio comienza a perfilar las primeras muestras de su silueta. El aire tiene casi preparado un lugar para él o para ella. Sus futuros amigos comienzan a fabricar sin querer ese cúmulo de coincidencias asombrosas que harán que la vida siga siendo el misterio de llantos y felicidad. El día y la noche. El yin y el yan. El comienzo de algo que siempre nace aunque siempre muera naciendo y nazca muriendo.

Ahí viene y no será igual dónde venga. Debería servir el hecho de nacer como todos los de su especie. Pero no. Viene a un lugar que es necesario mejorar. Es urgente hacerlo más habitable. Es necesario que no importe donde respire por primera vez, sino que pueda respirar. Dónde dé sus primeros pasos, sino que nadie le impida caminar.

Su madre y yo le concebimos en África. En un lugar olvidado. En un continente apasionante y moribundo. Que nace y muere a diario. Donde la belleza dura un pestañeo y vuelve a brotar en otra esquina. Un lugar salvajemente hermoso. De gente buena. De muertos vivientes. Donde los niños son tan bellos que paralizan mi respiración. La muerte maldita tiene celos de sus pequeñas vidas.

Viene. Nos preparamos para ello haciendo normal lo excepcional. Viene y viajamos con él o con ella por la alegría de imaginar que son posibles los abrazos y la humedad alegre de los ojos.

Miro el mar con los pies firmes en la tierra. Lo esperamos en la orilla a la luz de la luna.


miércoles, 2 de julio de 2008

La vida

Hace un año murió mi hermano mayor. No me gustan las conmemoraciones. Una persona no deja de serlo para transformarse en una fecha. Mikel Essery murió en Yemen. Dejó de existir de golpe. En el segundo que dura la explosión de una bomba. Murió sin despedirse de la vida ni de todos nosotros. Fue una equivocación, un error dramático de la existencia. Dejó todo a medias, sin terminar. Fue un hachazo que no debía haber sido. Nos dejó con la palabra en la boca. Con su sonrisa golfa congelada. Me dejó totalmente aturdido. Aún lo busco en las esquinas.

Hace unos día ha muerto una mujer que por una temporada fue mi madre adoptiva. Murió poco a poco. Con la agonía ralentizada que provoca el cáncer. Fue una mujer guerrera, llena de energía y que peleó con el arma del buen humor contra la vida que tanto la martirizó. Pepi, mi tía dejó seis hijos y su muerte fue un llanto largo para ellos. Ella conoció su enfermedad mucho antes que Mikel muriera. Lo que en él fue un instante en ella fueron dos años.

Dos finales tan diferentes, y sin embargo es el mismo verbo. Morir.

Hoy es el cumpleaños de mi hermana, la doctora, la de la lista de los remedios. Ella trabaja con la muerte. Acompaña a los enfermos más enfermos. A los viejitos que asustados huelen cerca el final. Los acompaña en los últimos instantes. Procura evitarles el dolor. Consuela a los familiares. Diariamente se codea con lo que nadie queremos ver. Con ella he aprendido que la muerte tiene derecho y obligación de ser digna.

Y sin embargo la muerte está ahí. Alguien dijo alguna vez que la vida es una enfermedad terminal que no tiene cura. La muerte es una compañera inseparable de la vida. Pero no es lo mismo la muerte como fin natural de algo que fue principio, que la muerte equivocada. La muerte injusta, la que llega con horario errado, la que no se corresponde, la que no deja a la vida que siga siendo, la que arranca proyectos e ilusiones, la provocada por la vida mala de otros, la fabricada por la obsesión del poder. Hay una muerte natural como paso final que completa el que comenzó con el primer paso. Es dolorosa para los que se quedan huérfanos del amor de esa persona que se va. Pero no es injusta. Es injusta la vida mal vivida. La muerte que viene después de la vida es necesaria. La que la interrumpe es injusta. Esta África que palpo, escucho y veo está invadida de esa muerte maldita.

¿Y todo esto a qué viene? A que hay que vivir la vida. A que no tiene repetición. A que quizá hay que buscarle las cosquillas para que se ría de sí misma y nos deje vivirla con pasión. Y que uno de los sentidos de la vida creo que es luchar contra la muerte injusta. Al menos eso a mí es lo que me da vida. Aunque me vaya la vida en ello.