jueves, 31 de enero de 2008

Felicidad

La distancia se achica en estos tiempos de tecnología mal repartida. A miles de kilómetros, recibir noticias de gentes queridas es un instante de excitación que a un mismo tiempo amaina y acelera la nostalgia. Es extraño.

Cuando conocí a Felicidad a finales de los años setenta en El Salvador nadie utilizaba el correo electrónico ni internet. Yo escribía cartas a mano a mis amigos lejanos que tardaban más de una semana en llegar a su destino y más de dos en ser contestadas. Entonces, mi héroe era el cartero.

Treinta años más tarde, Felicidad, Doña Feli es una abuela a sus casi setenta años. Trabajó toda su vida como empleada. Lisset y Susana sus dos criaturas la acompañaban allí donde fuera. En nuestra casa encontró trabajo y acomodo. Y nos hicimos de la misma familia. Se sentaban las tres a comer con nosotros en la misma mesa. Las críticas de algunos compatriotas nos llenaban de orgullo.

Meses después comenzó una guerra muy fácil de explicar. Unos pocos querían mantener lo mucho que tenían a costa de sangre y cañonazos. Unos muchos querían que se repartiera equitativamente algo más de lo nada que tenían. Fueron doce años de guerra. La guerrilla del FMLN derrotó varias veces a ese ejército genocida. Pero los Estados Unidos de Reagan y de Bush lo reponían una y otra vez provocando el mayor daño que un pueblo de gentes humildes pero decididas podía soportar.

Llegó una paz firmada por agotamiento y sobre unos acuerdos nunca cumplidos aún. Lisset y Susana crecieron y Doña Feli, poquito a poco se fue arrugando fiel siempre a una sonrisa con ojos de almendra. Años después fui a visitarla. Su alegría por abrazarme me estremeció por completo. Debería ser delito no querer a esta mujer.

El fuego cesó y la injusticia económica se mantuvo. El Salvador fue dolarizado y su vida diaria norteamericanizada. Y entonces la miseria se enfrentó con la emigración. Y el país más chiquito de América vio partir a sus hijos e hijas hacia el norte. Hacia ese mismo país responsable de tanta sangre. Y el sur de Estados Unidos fue poblándose de gentes de hablar suave, de “guanacos” compatriotas de Roque Dalton, “los eternos indocumentados, los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo…”

Y así, mientras Doña Feli seguía trabajando de casa en casa en un país sin jubilación para las empleadas y Susana bregaba contra una realidad difícil también para las mujeres jóvenes, Lisset partió y se embarcó en la única emigración posible, la que no da papeles. La que transforma en clandestinas a las personas, pero al menos le dificulta a la señora de la guadaña que venga antes de tiempo, si hay suerte. Más tarde se casó y tuvo una hija.

Felicidad quería conocer a su nieta, volver abrazar a su hija. Fue a la embajada de Estados Unidos y solicitó el visado para visitar “por unos diítas a mis niñas”. ¡Denegado! Doña Feli se hacía preguntas. ¿Porqué no me dejan ir a verlas? Y volvió a la embajada con más papeles, con nuevas súplicas. ¡Visado denegado! Y una vez más, con su hablar dulce solicitó que tuvieran compasión y… ¡Denegado! Así hasta cinco veces en tres años.

Al abrir hoy en África mi correo electrónico, he recibido desde Europa la mejor noticia sobre América.

“…Hace dos semanas Doña Feli ya no pudo mas y decidió que su corazón de madre no iba a esperar ningún papel de autorización para ponerse en camino. Hizo sus maletas, se despidió de los amigos diciendo que se iba para México a ver a la Virgen de Guadalupe y así en trayectos de bus llegó hasta la frontera con EEUU. Luego vinieron caminos polvorientos, trayectos medio escondidos, horas de tensión y de miedo. El ritmo del corazón a mil, dormir y comer en cualquier lado, y la ilusión cada vez mas grande porque avanzaba más y más en el camino y no había forma de pararla...siga Felicidad, siga, parece que lo va a conseguir.

Hace media hora Doña Feli ha llamado por teléfono para contar que llegó ya a su destino, más allá de Houston, feliz, victoriosa, radiante....dijo que hubo partes del trayecto muy duros, que le tocó cruzar en barca en ocasiones, una canoita pequeña que casi se hundía, pero que ya está con los suyos, encantada y viendo a su nieta que ya quiere caminar.

Nosotros aquí estamos de fiesta, hoy brindaremos por el coraje y la valentía de nuestra querida Felicidad....una abuelita guanaca, con las manos grandes de tanto trabajar, las canitas plateadas que le van saliendo y la hacen aún más hermosa y esos ojos negros que te miran y te regalan tanta ternura....esta abuelita ganó una batalla de amor contra el imperio mas grande del mundo.”

En estos tiempos de tecnología mal repartida multipliquemos la historia de doña Felicidad. Hoy es fiesta en tres continentes.

martes, 29 de enero de 2008

Respondemos

Y respondiendo (muchas gracias) se abre un debate interesante. ¿Qué hacemos con una persona que necesita 36 euros para comprar los maderos que le permitan levantar el techo de su casa? ¿Qué hacemos a once mil kilómetros de distancia? ¿Qué hago yo siendo vecino?

Algunas personas han respondido que se puede abrir una cuenta para tener un mendrugo de pan migaja a migaja. Ayudar a César. No vamos a evitar la lluvia, pero con un paraguas no se mojará. Otras han pensado “Uf! No sé. A ver qué escribe la gente

Este mundo cruel y hermoso que es África provoca preguntas primarias. Te pone delante del rostro cuestiones tan radicalmente elementales, que nosotros, en nuestro temor las percibimos como demasiado complicadas.

El ochenta por ciento de los habitantes de Mozambique son César. Mucho más de la mitad de los Césares de África tienen sus casas pendientes de los índices de pobreza. Las lluvias no destrozan casas. Es la miseria la que las derrumba. Y la miseria no es un accidente atmosférico. Los pueblos no son pobres. Son empobrecidos por los que mantienen esto así. Hay nombres, apellidos, siglas. Podemos colaborar en la construcción del tejado de César. Mañana lloverá otra vez y se volverá a venir abajo. Podemos hacer un llamado a la organización para cambiar las estructuras económicas injustas que arrojan a la mayoría de los habitantes del tercer mundo a la pobreza endémica. Aquí, en Mozambique ya se hizo. Hubo una revolución. Quedan sus recuerdos arqueológicos en los nombres de las calles de Maputo. Podemos hablar de regalar peces o enseñar a pescar. Llevamos siglos haciéndolo. ¿Entonces? ¿Pasar de todo? ¿Refugiarnos en la seguridad de nuestros hogares? ¿No mirar lo que incomoda? ¿No hacernos preguntas?

La idea de abrir una cuenta es hermosa, pero evidentemente no os voy a dar ningún número. Ya hay organizaciones que lo hacen mucho mejor de lo que lo podría hacer yo. Y que van a las causas al menos tanto como a las consecuencias. Os invito a que las busquéis. Están a la vista.

Pero una cosa quiero dejar clara. Los mil quinientos meticais que le he dado a César se los he dado para mí. Para poder seguir durmiendo sin pesadillas. Para poderle saludar con la alegría de no verle hecho mierda. Para que no me pese a mí su pobreza. Para no angustiarme cada vez que llueva. Esa es la realidad.

Para luchar contra la injusticia hago otras cosas. Entre ellas contar historias. Como la de una viejita salvadoreña que ella sola ha conseguido humillar al imperio más grande del mundo. El próximo día os lo cuento. Y de nuevo, gracias por responder. Gracias por pensar.

miércoles, 23 de enero de 2008

Pregunto

La panadería a la que suelo ir es un punto de concentración. A su puerta hay un grupo de muchachos vendedores de papaya, cebollas, mangos, limones, patatas, piñas... Cuando llego a su altura todos me llaman por mi nombre. Me adulan si les compro y me lanzan miradas críticas si ese día voy servido. Y hay que tener un cuidado especial en no caer en favoritismos ni en desequilibrar la frágil balanza de la verdura igualitaria.

Ahí suele estar Yuma. Unos días vende bolígrafos, otros perchas y otros ladrones chinos. Y fueron unos ladrones los que la noche de navidad le robaron toda la mercancía que tenía ese día. Yuma tiene un retraso cerebral que le dificulta el lenguaje. Ese día explicaba perfectamente el disgusto que tenía. Le hubiera comprado todo lo que llevaba, pero ¿eso qué soluciona?

¿Qué soluciona dar una monedas al niño que junto a esa panadería siempre se me acerca de la mano de su abuela ciega? ¿qué soluciona comprar más cebollas de las que preciso? ¿qué soluciona dar diez meticais a los críos que vienen a cuidar el coche cuando lo aparco? Pero ¿y qué arregla no hacerlo?

Cerca de esa panadería iban a construir un Shoprite. Un hipermercado de una cadena que vende más barato. Cuando las familias hindús que monopolizan los supermercados que hay en Pemba y que mantienen los precios más caros del país se enteraron presionaron al Concejo Municipal y consiguieron que se le denegara el permiso. ¿Es progresista protestar por esto?

A César se le ha venido abajo la casa con las inundaciones. Ha conseguido levantar de nuevo las paredes de adobe y caña. Pero necesita 25 maderos para levantar el techo. Cada madero cuesta 50 meticais. Es decir, necesita mil quinientos meticais. No va al Concejo “porque ayudan sólo a los que trabajan allí, a los funcionarios” me dice convencido “y ¿entonces? ¿a quién va a pedir? ¿al obispo?”. Me mira con una cara que no sé bien qué significa. No sé si me quiere decir que mi obligación de blanco es ayudarle.

Por otro lado, al fin supe que aprobé el examen teórico de conducir. Ahora queda el práctico.

- ¿Cuándo puedo hacerlo? -pregunto al funcionario que ya me conoce de memoria.
- Vaya aquí, a la otra puerta y pregunte cuando puede disponer de un vehículo.

Voy. Están en clase, pero me indican que debo de subir al piso de arriba. Otro funcionario me recibe. Le explico. Agarra un papel y escribe “Alugar de Viatura ligeiros 1.500,00 Rafael”. Que traducido quiere decir que debo alquilar el coche a Tráfico para hacer el examen. Y que ese alquiler me cuesta mil quinientos meticais. Lo mismo que necesitan César y su familia para tener un techo. Me agarro la cabeza.

Sé que últimamente estáis un poco vagos para escribir, pero decidme, ¿Qué hago?

martes, 22 de enero de 2008

Las reglas del tiempo

Antes de regresar a Pemba, la energía eléctrica volvería a jugar con nuestra paciencia. Así que los últimos días decidimos mudarnos. En el hotel Africa II había luz y wifi. Incluso pude utilizar el skype para hablar con mis padres. Y trabajar sin interrupciones. Todo un lujo en un hotel modesto.

Antes de regresar a Pemba recibí un sms del amigo Adolfo que me indicó que había nuevas normas para el voto, y que aprovechando que estaba en la capi, fuese a la embajada. Lo hice. Una simpática funcionaria me explicó los trámites, pero debía entregar el pasaporte para hacer una fotocopia compulsada. El pasaporte estaba en el hotel. Así que me dediqué a pasear por las “revolucionarias” calles de Maputo mientras decidía cómo votar contra quién en las elecciones de marzo.


Antes de regresar a Pemba estuvimos con Amor, Jeremy, Alice y Nataniel (un rasta mozambicano). Los belgas nos prepararon una deliciosa cena. Y bebimos, y charlamos a cuatro idiomas (francés, inglés, portugués y castellano).


Antes de regresar a Pemba comprobé que Mozambique es pequeño. Nos encontramos con varios conocidos. También tratamos de ir a un concierto en un local de moda. Aunque estaba anunciado a las 22 horas, a las doce menos cuarto aún no había comenzado y el sueño nos pudo. Era la última noche.

Y regresamos a Pemba. Para ello, esta vez, la LAM (Líneas Aéreas de Mozambique, que también podría ser Líneas Adivina-Adivinanza de Mozambique) nos trajo por la ciudad de Téte, la más interior. Eso hizo que parte del trayecto lo hiciéramos sobrevolando Malawi. Desde la ventanilla observamos un tanto sobrecogidos las zonas donde avanzaban las inundaciones.

En el aeropuerto nos esperaban Viola, Fernando y Niko. Es un gusto reencontrarse con los amigos.

Y en Pemba regresamos al color y al calor. A las mareas exageradas. A los amigos expatriados. A la eterna espera por cualquier cosa. A los baobabs y a la dificultad para encontrar nada barato. Pemba es la ciudad más cara de Mozambique. Y regresamos a la puesta al día de este pequeño universo.

Nando, el bicicletero al que tenía previsto entrevistar para "mozambiqueando" se había ido el día anterior para Maputo. Ya no regresará. Este entrecruce de vidas es un misterio que nos regala amigos, momentos, circunstancias. Hay que estar lo suficientemente relajado para no dejar escapar las oportunidades. Pero sobre todo para verlas. Nando nos ha dejado su ventana http://www.gambada.com/. Se fue a seguir pedaleando por la piel africana.

En un bazar chino encontré un balón de cuero con el escudo del Barça. Ese sería el balón para Pedro. Al dárselo me sonrió, como siempre. Y se fue corriendo a jugar con sus amigos a la playa. Esa tarde no habría nadie para cuidar los coches.

También me acerqué al “Palacio de la Risa” para informarme sobre el primer examen de conducir, el teórico.

- ¿Puede venir hoy a las 13 horas?
- Si

Fui. Un funcionario me acompañó a una salita y me entregó el formulario. Tenía una hora para completar un examen que tardé media hora en devolverlo rellenado. Algunas preguntas tenían trampa. Los exámenes de conducir siempre la tienen. Pero en portugués es más complicado. Mi venganza personal fue ir a hacer el examen conduciendo mi propio coche y aparcar justo delante de Tráfico. El resultado estaría “en una hora en el tablón de anuncios”, me dijo el funcionario. Dos días después sigue sin haber noticias.

Regresar a Pemba es regresar a un lugar donde el tiempo tiene unas reglas muy particulares.

domingo, 20 de enero de 2008

Los pescadores de Macaneta

Era domingo y nos despertamos en Maputo. Llevábamos una semana y teníamos ganas de estirar el cuello para ver qué había más allá de la gran urbe. No teníamos vehículo, pero Amor sí y ella se apuntaba al plan. Y se traía a una pareja. Alice es una belga, realizadora de cine que estaba de vacaciones con su novio Jeremy, también belga y batería de un grupo de música folklórica, tipo Goran Bregovic. Una pareja estupenda.

Decidimos ir a buscar la playa más cercana a la capital. La guía decía que se llamaba Macaneta y que estaba hacia el norte, a 35 kilómetros. Estudiamos sin mucho detenimiento el trayecto. Debíamos tomar la carretera dirección Xai-Xai. Llegaríamos a Marracuene. Nos teníamos que desviar a la altura de un cartel que señalaba “Campismo de Marracuene” y así llegaríamos hasta el río Nkomati. Meteríamos el coche en el “batelâo” (una plataforma que hace de ferry) que nos llevaría a la otra orilla. Y luego de ahí estábamos a un paso.

Pero como en todo, una cosa es la teoría y otra la práctica. Y aquí más. La guía no hablaba de los controles policiales que nos hicieron perder tiempo. Tampoco del caos circulatorio que es la salida norte de la ciudad, donde los edificios destartalados se mezclan con los montones de basura y el buen humor de las gentes que se suben y bajan de los buses sin importarles los enormes agujeros del pavimento. Tampoco dice que un grupo de europeos despistados como nosotros puede olvidarse de mirar el cuenta kilómetros para saber que el cartel indicador estará exactamente en tal altura.

El caso es que nos metimos por donde creímos que era, y resultó ser que no era. Hicimos kilómetros por una carretera de tierra equivocada. Cuando lo evidente nos hizo frenar el carro y preguntar confirmamos que debíamos regresar al cruce. Era más adelante. Hacía un calor considerable y el polvo se introducía por todos lados. De pronto fui consciente de algo y lo dije en voz alta. “Da gusto viajar así, y perderse y perder tiempo y tener que comenzar de nuevo y llegar tarde con gente como ustedes que no se agobia ni se mosquea y que disfruta tanto de llegar como de ir”. Todo el mundo asintió con una sonrisa.

Casi hora y media después de salir de Maputo llegamos a una fila de coches que ordenadamente esperaban la llegada del “batelâo”. Los eternos vendedores se asomaron por las ventanas. Bebidas, figuras de animales hechas con hojas, gorros, gafas de sol, flores. Lo más ingenioso fue un muchacho que nos quiso vender un pasaje al otro lado del río en otro barco “porque el que normalmente se usa está estropeado” aunque lo estuviéramos viendo descargar en la otra orilla.

Esperar es uno de los estadios más habituales en este continente. Se espera a que llegue alguien a comprar. Se espera a que cese la lluvia, a que la cola del pozo de agua se reduzca, a que el día termine, a que la siembra crezca, a que alguien venga, etc. Nosotros esperamos y esperando comenzamos a charlar con unos y con otros. Lourenço era maestro de escuela en un pueblo cercano. Luca, estudiante iba con un par de amigos a pasar el domingo a la playa. Un grupo de chicas se reían. Un anciano, con la mirada perdida pensaba. Otros jóvenes nos miraban con curiosidad.

Cruzamos y una vez en el otro lado, Amor tuvo que poner en práctica su habilidad en el manejo del 4x4, ya que el sendero de arena complicaba avanzar. Cansados, hambrientos, sudorosos y con ganas de bañarnos llegamos. Un cartel señalaba “Joyce”. Nos darían de comer en una hora. “Mientras, acérquense a la playa” nos dijo en el idioma de Joyce el dueño del garito, un inglés simpático de edad avanzada. Encantados, le hicimos caso. Subimos unas dunas, y al llegar al repecho, el Océano Índico se mostraba ante nosotros orgulloso y bello.

Al acercarnos a la orilla, lo primero que vi junto a las olas fue a un par de jóvenes chinos arrojar hacia el mar un pequeño tiburón de un metro. El animal parecía medio muerto. La marea lo devolvió. Ellos lo agarraron de nuevo por la cola y en el momento en que lo arrojaban la sardinita pareció recobrar vida y desapareció. Me quedé petrificado. Me acerqué y les pregunté “Eso era un tiburón, ¿no?” Me miraron y se rieron “Si, si, tiburón. Lo compramos a los pescadores y lo devolvemos al mar para salvarlo. Sus padres tienen que estar por ahí”. “¿De verdad?” “Sí, pero más adentro” No terminaba de saber si eran de alguna rama radical del movimiento ecologista o sencillamente nos querían joder el baño. Pero lo hicimos. Ningún tiburón nos iba a impedir un chapuzón. Cerquita de la orilla, vigilando todo lo que se movía y sin dejar de tocar fondo nos pegamos un rápido baño.

Al rato descubrí por qué el destino nos había llevado precisamente hasta ese punto de la costa. Un grupo de pescadores arrastraba redes a la orilla. Me acerqué a ellos. Sus pieles sudorosas brillaban al reflejo del sol. Eran media docena de hombres y un niño de unos diez o doce años. Pregunté quien era el jefe (en África es muy importante respetar las jerarquías). Saludos de rigor. “¿Me permitiría hacerles unas fotos mientras trabajan?” Me miró un segundo y dijo que sí. Media hora después tenía una buena colección de fotografías de esos hombres silenciosos y en ocasiones tímidamente sonrientes. Después de conversar un momento con ellos me despedí muy agradecido. Tuve que vaciar el paquete de tabaco de Edna para darles lo único que me habían pedido. Un cigarro.

A la tarde regresamos. El camino era largo y había que estar de vuelta antes de que anocheciera. Yo iba feliz. Estas fotografías me parecían un tesoro. Y ya ni recordaba la familia de tiburones.

viernes, 18 de enero de 2008

Fabiana

La noche del viernes al sábado, a las cuatro de la mañana hubo un robo. Unos malandrines con más hambre que miedo arrancaron el bolso a una señora y fueron corriendo a un vehículo que los esperaba. Aceleraron, pero un paisano los vio. Se agachó, agarró una piedra y se la arrojó. Pleno al quince. El coche fue a empotrarse contra la farola de luz que llevaba energía eléctrica a nuestra casa de huéspedes. Consiguieron huir. Así que comenzamos el fin de semana. Sin luz. Y sin Internet. Una vez más. Fabiana nunca se enteró.

Amor, nuestra hada madrina nos propuso una visita a los diferentes mercados de la ciudad. Y así lo hicimos. Sin prisa. Primero fuimos al de artesanía. Es decir, el de los turistas. Lo menos agradable de este mercado era la pesadez con la que los artesanos insistían en que comprara. “Mis batics están de oferta. Luego no tendrá ese que es el que más me gusta. Mire sin compromiso. Compre por amistad”. Los jóvenes mostraban su mercancía con una insistencia cansina y si reducía el paso la insistencia se hacía mayor. “Amigo, mire, tengo el mejor precio”. Si no se va a comprar es mejor dejarlo claro con determinación desde el principio. En alguna ocasión llegué a molestarme con un tipo que me decía que si no le compraba no me parase a mirar. Nos gruñimos un poco y dejamos claro que no nos haríamos amigos. Al menos no ese día. Pero también había artistas tranquilos. Uno de ellos, Isaac, fabricaba instrumentos de música. Estuvimos charlando una rato con la tranquilidad que da la falta de ansiedad. Me prometí a mí mismo volverle a visitar la próxima vez que venga a Maputo. Mientras, Edna y Amor miraban pendientes, pájaros de madera, de alambre, muñecas de tela. Compraron un poco de todo. Lo que más me llamó la atención fueron unas reproducciones en miniatura de escuelas y de mercados tradicionales. Fabiana no estaba ahí para verlo.

Más tarde fuimos al mercado central. Había todo tipo de verdura. Pero la epidemia del cólera aconsejaba extremar las precauciones. Se trataba en cualquier caso de un mercado en el que se mezclaban frutas con productos de droguería, más artesanía, ganchos para el pelo, películas de dvd, etc. Aquí no había turistas y nadie insistía en que compráramos. Nos sentimos muy a gusto.

A la hora de comer nos juntamos con Josep, un catalán que nos llevó al Mercado do Peixe, cerca de la playa. Allí se compraba pescado vivo para que un restaurante popular lo cocinara. De nuevo los vendedores de artesanía iban de mesa en mesa con cuadros, collares, esculturas de ébano. De pronto aparecieron un par de jóvenes con Fabiana. Josep la compró por 800 meticais. Entregó dos billetes de quinientos, pero los 200 de cambio nunca aparecieron. No le importó. Había salvado a la tortuga de convertirse en sopa. Fabiana, se colocó entre Amor y yo.

Lo que prometía ser una deliciosa comida se transformó en otra cosa. Las moscas estaban al acecho y cuando olieron la bandeja de camarones y lulas que nos trajeron, también ellas se lanzaron a almorzar. Fabiana tenía sus propios planes. ¿Quién dijo que las tortugas son lentas? Pesaba considerablemente y luchábamos contra su tozuda insistencia en huir. Evidentemente éramos el atractivo de todos los jovencitos vendedores que habían dejado de ir de mesa en mesa para rodear la nuestra y contemplar el espectáculo. Las moscas seguían a lo suyo, y mi apetito apenas se mojaba con la cerveza. Era un sábado divertido.

Más tarde fuimos con nuestra nueva amiga a una cafetería de la playa. La tortuga parecía preocupada. Yo creo que no terminaba de entender que le esperaba una placentera vida en el jardín de la casa de Josep. De hecho, los dos se fueron temprano a iniciar su nueva vida en común.

miércoles, 16 de enero de 2008

Petiscos (3)

Alba, mi sobrina subió a un cerro para mirar en la dirección en la que le dijo su madre. "Hacia allí queda África". Enfocó los prismáticos. Se concentró. Estuvo así un rato. Su madre le sacó una foto y me la mandó. La niña no dice si me vio o no. Cuando le preguntan sonríe. A esa edad son un misterio. Seductor.

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La pequeña Manuela, la hija de nuestros amigos Natalia y Nestor no viene de momento a Mozambique. El “presupuesto latinoamericano” no alcanzaba para llegar hasta aquí. A cambio se ha ido a ver a su familia en Colombia. Su madre, desde Montevideo la echa tanto de menos que a veces tiene que pensar en otras cosas para alejar el nudo de la garganta. Pero, las dos son felices.

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Casi cuatro mil familias de la zona de Nova Mandone pierden sus casas de paja y sus huertas por culpa de las inundaciones. El padre Amadeu Giovanni, lo había avisado. Denunció que las lluvias y la consiguiente subida del caudal del río Save que pasó los niveles de alerta hacía días encontrarían un camino directo para la destrucción gracias a las obras unas construcción civil que se realizaron tiempo atrás. Uno de los ministros del gobierno fue a visitar al curita para que se retractara. Él, viejo y tozudo insistió. La lluvia también.

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Edna tiene un grupo de amigas con el que forma un misterioso club de brujas. Lo llevan prometiendo meses. En el verano europeo agarrarán sus escobas y vendrán volando a Mozambique. Casi no me da miedo, creo que son brujas buenas.

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Hace frío y todo es gris, las calles huelen a colonia y perfumes varios recién estrenados, y suenan a tacones y pasos que van y vienen sin rumbo, o quizá con un rumbo tan definido, que hace que te pierdas en las calles que no miras, en las personas que se cruzan y no se saludan, en las cosas que no aprecias, porque la prisa por llegar, quien sabe donde, no deja que valores el paisaje de las ciudades superestructuradas, que también tienen su encanto si te paras a observar a las personas que las habitan...” Así comienza el mail que recibimos de Silvia, la amiga que me ofreció su mano para dar los primeros pasos en Pemba. Sobrevivió al susto aéreo y ahora está en Europa. Se le echa en falta.

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Lo leí en el Notiçias de Maputo. Sudáfrica ha expulsado en un mes ha 85 mil trabajadores mozambicanos sin papeles. La mayoría trabajaba en el campo para capataces blancos. Es una práctica habitual. Los terratenientes les dan trabajo y poco antes del día de paga llaman a la policía para denunciar la existencia de “inmigrantes ilegales”. La policía los detiene y los expulsa en masa. Aquí hay trabajo, amigos de Amnesty.

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NOTA: Para los despistados (que siempre son más que las despistadas) que aún no lo hayan visto, decirles que a la izquierda tienen un apartado que pone "Fotos". Clicando donde dice "con una camarita que me regalaron" podrán ver un montón de ellas. De aquí y de otros países. Que lo disfruten.

lunes, 14 de enero de 2008

Días de urbe

Cuando le conté a mi sobrina Alba el nombre de la capital del país al que nos veníamos a vivir me dijo “Ala, tío, no digas palabrotas”. Maputo nos recibió más gris que de costumbre. Habíamos venido a trabajar a la ciudad un par de semanas. Edna tenía reuniones y planificaciones impostergables y a mí, que trabajo en la distancia me venía de perlas la conexión ADSL de la capital a diferencia de la “de pedales” de Pemba. Por la tarde, a partir de las 16 horas quedábamos libres.

El primer día enfilamos la calle Olof Palme hasta llegar a la Plaza de la Independencia, justo después de la Rua Ho Chi Min. Es el punto central de la ciudad. La explanada de las fiestas de fin de año, de las conmemoraciones, de los vivas a la recuperación de la Central Hidroeléctrica Cahora Bassa y a la soberanía nacional, etc. A un costado se encuentra la Catedral de Nossa Señora da Conceiçao, al frente el Concelho Municipal. Muy cerca está el Centro Cultural Franco-Mozambicano. Alrededor de ese lugar se mueve mucha de la “movida” de la ciudad. Ciclos de cine independiente, teatro, exposiciones, conferencias, etc. Estábamos ávidos de cultura. ...Y también estábamos gafados. Al pegar nuestras narices al cristal de la puerta cerrada, un guarda de seguridad nos explicó que el Centro estaba cerrado por vacaciones durante toda la semana. Frustrados seguimos caminando. El cielo encapotado amenazaba. Estábamos en la Rua Samora Machel, donde una estatua del libertador con el brazo levantado recuerda que en este país hubo una vez una revolución. Entramos al jardín Tunduru y llegamos hasta la Rua 25 de Setembro. Queríamos buscar algún lugar para sentarnos a tomar una cerveza. Nos costó, pero lo encontramos. Comenzaba a oscurecer a la vez que caían las primeras gotas de medio litro cada una. Yo llevaba alpargatas amarillas. En mi país se dice que cuando sales a la calle con alpargatas llueve. Parece que aquí también era así. Aún eran las seis de la tarde. No encontrábamos qué hacer, ya que pasear bajo la lluvia no era buena idea. ¿Ir al cine? Preguntamos al camarero y nos señaló un teatro que se encontraba al frente. Cruzamos esquivando coches. Había un espectáculo musical y la entrada era libre. Estupendo, ¿no? Edna torció el morro y nos pusimos a leer con detenimiento el cartel anunciador. Destacaba la fotografía de una jovencita mulata de perfil muy sonriente que miraba hacia el techo con los brazos extendidos. Anunciaban un espectáculo de rock, entrada libre… para dar gracias a Dios por ser sus hijos. ¡mmmmmmmmmm! Como que no nos venía bien. Cabizbajos y mojándonos subimos de nuevo por la Rua Samora Machel. Él seguía con el brazo levantado. Señalaba algo. Seguí la dirección de su dedo. Apuntaba a la entrada de un cine. Cruzamos la calle. La sesión justo comenzaba. ¡Gracias, Samora! Era una película gringa de buenos y malos. Todos eran de la CIA. Los buenos y los malos. Nuestra primera película en Mozambique. El volumen era tan atronador que no se entendían los diálogos. Por suerte era en versión original y los subtítulos estaban en portugués. Olía a meados y los asientos eran más que incómodos, pero estábamos felices. Es curioso cómo se valora lo que se consigue sin la normalidad de lo cotidiano. Cómo saboreas una cerveza o qué feliz te hace ir al cine en estas condiciones. La película era de acción y espías desviados del “camino correcto”. Espías que seguían las sugerencias de Bush de aplicar “presión física”, es decir torturar. Y otros espías a los que eso no les parecía bien. En una de las persecuciones automovilísticas, y cuando ya nos habíamos olvidado del volumen y el olor, de pronto… ¡Ploffff! ¡se fue la luz! ¡No era posible! Pemba nos perseguía como una pesadilla. Para animar el ambiente un tipo que estaba en la butaca de atrás puso música marrabenta con su celular. Al cuarto de hora regresó la energía, la persecución y el volumen para sordos. Cuando terminó, los buenos ganaban y los malos iban a la cárcel. Si la vida real fuera así, ¿eh?

Salimos del cine. Seguía lloviendo. Samora nos saludaba con su brazo. Caminamos unas cuadras hasta llegar al hotel Rovuma. Desde allí, un taxi nos llevaría hasta la casa de huéspedes. Ahí teníamos (si todo funcionaba bien) una estupenda conexión de Internet que haría posible hablar a través del Skype. Llevábamos demasiado tiempo sin ver a nuestras familias.

Seguía lloviendo. Y al día siguiente también. Y al otro. Fui a comprar un paraguas. El dependiente me mostró los dos modelos que tenía. Unos grandes, nigerianos y de 30 meticais. Y otros pequeños, chinos y bastante horteras de 70 meticais. Curiosamente el tipo me dijo con una autoridad que me sorprendió que comprara uno chino, que el nigeriano era muy malo. Desde crío me ha gustado hacer lo contrario de lo que me dicen, así que salí contento de la tienda con el enorme “guardachuvas” nigeriano dejando al tendero con su cara de resignación.

Otro día nos encaminamos por la Rua Mao Tse Tung hasta la Avenida Julius Nyerere. De ahí hacia el sur. Pasamos por delante del hotel Polana. Me hizo gracia verlo porque era el hotel que salía en un libro que estaba leyendo titulado “El cerebro de Kennedy” de Henning Mankell. La protagonista llegó a Maputo en busca de respuestas por el suicidio de su hijo en Estocolmo. Se paseaba por las calles de Maputo igual que nosotros, sólo que con más miedo. Eso hizo que en un momento determinado la atracaran en la Rua Mao Tse Tung.

Frente al hotel y en varios lugares a lo largo de la Rua había puestos de artesanía en madera. Trabajos hermosos. Seguimos caminando. Nos habíamos citado con Amor, un amor de mallorquina que trabaja para una ONG de emergencias en la zona central del país. Pero antes caminamos junto a la costa Índica por la Rua Federico Engels. Las casas que aquí veíamos eran un decorado perfecto para las empleadas que con sus uniformes de chachas paseaban los perros de raza de sus dueños. Imagino que también “de raza”. Si Engels lo viera ¿qué diría? ¿Quiten mi nombre de esta calle? Llegamos hasta un centro comercial. Entramos y alucinamos. Tiendas de ropa, teléfonos celulares, Play Station, de deporte… Incluso un delicatessen. ¡Chorizo, jamón serrano, vino! Frente a la tienda y con una mano en el pecho prometimos que un día de estos cenaríamos en la habitación de la casa de huéspedes jamón, queso, chorizo, pan y vino. Fuimos a buscar a Amor y estuvimos con ella charlando e intercambiando sensaciones, opiniones, dudas, risas hasta que nos despedimos felices de tener una nueva amiga.

Para celebrar eso y otras cosas, al día siguiente cumplimos lo prometido con vino alentejano, jamón, chorizo… A media noche me levanté muerto de sed. Tuve que bajar a la cocina. Edna se había bebido la botella entera poco antes. Los putos mosquitos no daban tregua. Me reí yo solo al recordar lo de “Ala, tío, no digas palabrotas”.

viernes, 11 de enero de 2008

A Maputo

Las lluvias estremecían la localidad de Pemba. Las carreteras, las asfaltadas y las de tierra, eran retos para los amortiguadores y para las cervicales de los que teníamos la suerte de contar con un vehículo. La existencia de la energía eléctrica era tan intermitente como un diapasón. Ahora sí, ahora no, hoy sí, hoy no.

El centro de Pemba parecía sufrir un ciclón. Ramas en las aceras, árboles caídos, suciedad mojada… La gente sin embargo seguía su vida diaria sin lamentarse en exceso de la dificultad añadida.

Bajamos a la playa, pero incluso el mar estaba “shangado” (cabreado). El baño bajo la lluvia torrencial duró poco. No por la lluvia, sino por la invasión de algas. ¿Cómo nadar entre la hierba?

Dos días después volamos a Maputo. Uno nunca sabe con antelación la ruta. Esta vez hubo dos escalas antes de llegar a la capital de la República. Una en Nampula y la siguiente en Beira. Desde el aire se veían con claridad los primeros signos de una inundaciones que se aproximan. Los alrededores del río Zambeze, entre Zambezia y Sofala reflejaban las nubes sobre las que volábamos. Los campos anegados provocaban una situación de pre-alarma en el país. La Organización Mundial de la Salud alertó además del peligro del aumento de la malaria.

En el año 2000 las inundaciones se cobraron cientos de muertos. Pocos lo recuerdan. Estábamos demasiado preocupados en que el cambio de milenio no pusiera patas arriba el sistema informático. Aunque en aquella ocasión fueron las más fuertes, todos los años las lluvias y el desborde de los ríos provoca evacuaciones y angustia. Ahora, al parecer la cosa se presenta peor que en 2000. Pronto comenzará a publicarse en los periódicos la tragedia que amenaza esta parte de África. Las lluvias han comenzado pronto y con una inusual fuerza. Los pantanos están demasiado llenos y los ríos amenazan con desbordarse cuando aún queda al menos un mes de lluvias. Para empeorar las cosas estamos a puertas de sufrir los efectos de “La Niña”, que al revés que en Atlántico ("El Niño"), en el Índico enfría las aguas y humedece más lo ya húmedo. Hay indicadores que aseguran que el mes que viene sufriremos al menos un ciclón.

Con estas preocupaciones, llegamos a Maputo. Un taxi nos llevó a la casa de huéspedes que nos acogió hace un tiempo, cuando llegamos aquí. Esta vez nada de “recuerdos centroamericanos”.

Mi padre me pide que le mande una dirección a la que poder escribirme con a él le gusta, a mano. Es un jubilado romántico de la estilográfica. Le he explicado que aquí el correo no funciona demasiado bien. Así que cuando pasamos junto a un buzón de correos encadenado a un pequeño puesto de refrescos para que nadie lo robara, le pedí al taxista que parase un momento. Bajé del auto y le saqué una foto como prueba de que aquí el buzón tiene otros usos, no el de las cartas.

Tras dos meses en Pemba, las calles de la capital simulaban tan ordenadas y modernas que parecieran estar a punto de entrar al siglo XXI. Espejismo que rápidamente se esfumó cuando salimos a buscar algún garito para cenar. Atravesamos la Rua da Resistencia y entramos a un comedor junto al cual se hallaba una montaña apestosa de basura y que la oscuridad de la noche impedía ver quienes se peleaban por sus restos. Mozambique es un país ejemplar para el Fondo Monetario Internacional.

miércoles, 9 de enero de 2008

El dolor

La salida de Zanzíbar fue “diferente”. Los ordenadores no funcionaban, con lo que la kilométrica cola frente al check in de Precission Air (ese era el nombre) era la más lenta de la historia. Precisa, pero lenta. Había que comprobar manualmente uno a uno los billetes electrónicos. Algunas tarjetas de embarque las hicieron con nombres de dos pasajeros, con lo que había que rehacerlas. Las maletas facturadas las debíamos de recoger de donde habían sido amontonadas, para llevarlas al cuarto de embarque. Calor asfixiante. Un considerable número de italianos con pantalón corto, nerviosos y a voz en grito. Retraso, sudor, los niños… Cuando al fin, después de unas cuantas horas estábamos subiendo al avión, un jovencito sudafricano que estaba delante de mí se desmayó del calor. Lo recogió su padre y yo a su equipaje. No nos podíamos detener. El objetivo era subir al aparato.

Ya en mi asiento, y mientras garabateaba apuntes para el blog me vino de nuevo a la mente la situación de Kenia.

El drama que estos días vive su población no es de estos días. Ese destino turístico que nos recuerda lunas de miel, “Memorias de África”, safaris y exotismo tiene también una población pobre de solemnidad. Todo indica que el fraude cometido por el partido del presidente Kibaki fue evidente. Un fraude electoral es motivo de bronca en cualquier lugar. O debería de serlo. Hace unos años, el fraude de Bush en Miami en detrimento del hoy “verde” Al Gore supuso un circo mediático. En Kenia no están para circos. Y además se mezcla un elemento grave, peligroso. Un elemento con el que los líderes políticos juegan con una irresponsabilidad criminal. El hecho tribal. La “identidad étnica” contiene elementos económicos y va emparejada a un color político. Entonces, las protestas adquieren el componente étnico para el ataque, para la defensa y para el miedo a la “panga” (el machete). Los colonizadores fabricaron Estados según sus intereses. Trazaron líneas fronterizas sin tener en cuenta a quienes separaban y a quienes juntaban. La relaciones étnicas son la que son. Tienen su historia de agravios, mitos, temores y alianzas coyunturales. En gran parte son producto de las contradicciones entre los pueblos agricultores y los ganaderos con una sola tierra que repartirse. Y esas contradicciones han sido manipuladas por los poderes. Antes de la independencia y después. Las metrópolis europeas han sabido enfrentar unas etnias contra otras según los intereses. Por si no lo recordamos, en Ruanda, por ejemplo, el democrático gobierno del señor Miterrand apoyó incluso con paracaidistas a los hutus que poco después cometerían uno de los mayores genocidios de la historia contra los tutsi.

¿Realmente preocupa a los gobernantes “civilizados” lo que ocurre a la población de Kenia? ¿O lo que les preocupa es la estabilidad gubernamental en un país estratégico para la “guerra contra el terror”? El principal problema de Kenia es la pobreza. Eso no sé si se resuelve con elecciones democráticas. Lo que sé es que no se resuelve con fraudes electorales. Y menos aún con la utilización con la que los líderes políticos de la zona, en el poder y en la oposición hacen de la etnicidad como algo a defender con la sangre frente “al otro”, frente al “diferente”.

El miedo. Siempre el miedo como motor de la sin razón. El elemento identificador de pertenencia a un grupo determinado con elementos en común alimenta el imaginario y se vive con más ansiedad en esas circunstancias. Pero ¿qué sabremos de todo esto? Kenia es un importante destino turístico. Y la miseria se pasea sin vergüenza en las ciudades y en el campo. No será tan “ejemplar” una democracia que convoca elecciones sin alimentar estómagos y que engorda su poder con más corrupción. Turismo de lujo y pobreza. Mientras los números macros vayan bien el mundo es una fiesta. Mientras la emigración hacia el norte sea “ordenada” el sol se podrá seguir tapando con el dedo.

Aterrizamos en Pemba. El camino a casa nos mostró que las lluvias habían estropeado considerablemente el terreno. El cielo estaba gris y comenzó a llover. Nos empapamos. No había energía eléctrica. No había agua dentro de la casa. Las inundaciones estaban amenazando con desbordar el río Zembeze al sur de Cabo Delgado. Teníamos la batería del portátil agotada. No nos quedaba nada en el frigo para cenar. La situación no era la mejor. Me dediqué a mirar la tormenta a través del cristal. Cuando me descubrí pensando con desasosiego que África camina en círculo siempre alrededor del dolor decidí llamar a algunos amigos para que nos invitaran a cenar.

lunes, 7 de enero de 2008

Zanzíbar

Seguimos mozambiqueando fuera de Mozambique. En esta ocasión, incluso fuera del continente, ya que un avión nos llevó hasta la legendaria isla de Zanzíbar.

Desde el aeropuerto fuimos derechos al norte, a Nwungui. Una hora de bus nos dejó ante unas playas de no cerrar la boca. Arena fina y blanca, cocoteros, agua cristalina. Playas igual de hermosas bordean toda la isla. La característica de las del norte es que la marea no impide el baño en ningún momento. En otras zonas la marea baja tanto que por mucho que camines el agua no te sube de la rodilla. Un par de días ahí nos dejarían lo suficientemente relajados como para introducirnos más tarde en la ciudad conocida como Stone Town, la Ciudad de Piedra. Si el concepto de cruce de culturas tiene una imagen es esta ciudad. Hoy viven en aparente armonía. Antes no fue así. Y es que la hermosura de Zanzíbar demuestra cómo un infierno puede disfrazarse de paraíso.


Esclavitud

Este antiguo sultanato se encuentra a escasas millas de la costa. Fue un puerto estratégico en la historia del comercio. Un comercio avivado por los árabes huidos de las guerras islámicas allá en el siglo VII y por los persas. Y empujado por los vientos monzones que desde el comienzo de los tiempos han supuesto una organizada invitación de ida y vuelta desde más allá de la península arábiga hasta las costas del norte de Mozambique (vientos “kakazi” en swahili) con tejidos, cerámica, perlas. Y viceversa, es decir de sudoeste al noreste (“kuzi”). Esta vez con marfil, especias y más tarde … esclavos. Zanzíbar fue el punto de concentración del comercio son seres humanos que abatió África austral y que aún no ha sido reparado. Las expediciones se internaban hasta los montes de Kenia, las orillas del lago Malawi o Uganda. Se secuestraba mujeres, jóvenes y niños. Se mataba a los que no servían y se quemaba el poblado para no dejar huellas ni testigos y se emprendía un largo camino hasta Zanzíbar. A las mujeres se les permitía acarrear a sus bebés siempre que eso no impidiera que cargaran también lo que los expedicionarios les habían asignado. Normalmente marfil.

Zanzíbar concentró a los supervivientes de las expediciones. Allí, en el marcado de Stone Town se vendía a estas personas. Una mujer en buena forma física se compraba por el equivalente de 25 dólares. Y después, en el mercado de Omán se vendía por 100. No faltaba demanda. Y la oferta se conseguía a como fuera lugar. Holanda, por ejemplo necesitaba mano de obra para sus plantaciones en las Indias Orientales. Incluso se castraba a niños ya que un eunuco tenía mucho más valor en este macabro comercio. Ello supuso que en las calles de Stone Town murieran desangrados no pocas criaturas. En ese mercado ahora se levanta una catedral Anglicana. Al parecer, la primera que se construyó en África. En su sótano se conserva un par de celdas de la época. Aún cuelgan los grilletes. La entrada a la Iglesia cuesta 3.500 shilings. No conseguí entender dónde iba ese dinero. Tampoco comprendí si esa Iglesia en cuestión sacaba algún beneficio por estar encima de semejante lugar. Me pareció demasiado inmoral todo y dejé de indagar.

En su jardín hay una burda representación en piedra de 5 esclavos. De pronto llegó al lugar un batallón de turistas italianos. Mientras un guía negro les explicaba qué había sido ese lugar, algunos se dedicaban a fotografiarse junto a los esclavos petrificados. No pude más y me fui.

Pero regresemos al presente.

Comienzan las vacaciones

El hotel lo habíamos concertado un grupo de personas, todas mozambicanas menos nosotros y Klaus, un austriaco simpático, con una agencia de la isla llamada Exotic Tours. Y lo cierto es que la entrada fue bastante exótica. Viajar en “paquete” abarata los precios pero limita las opciones. El hotel al que nos llevó el bus, efectivamente estaba a los pies de una playa de ensueño. Punto. Eso era todo. Las habitaciones no estaban listas, el agua se negaba a salir, el cocinero se había largado, por lo que no había cena y lo peor de todo. El lugar estaba tan aislado que para salir y entrar necesitábamos un transporte que no existía. Y como no se trataba de ningún reto televisivo ni nada por el estilo organizamos una rebelión general. Algo que aceleró la amistad intergrupal. Exigimos todos en unión un lugar con mejores condiciones. Hubo resistencia por la parte organizativa. Pero ante la determinación de las masas comenzaron a ceder. Nos mostraron otro lugar algo mejor pero no nos gustó. Un grupo de cuatro se fueron por su cuenta en taxi y encontraron un buen lugar. Nos hicieron las reservas para todos y le dijimos a la agencia que se encargaran ellos de pagar. Funcionó. Estábamos a un paso del pueblo y lo mínimo funcionaba bien. Así que gafas de sol, pareo, libro, bañador y ahí comenzaron las vacaciones.

El turismo tiene su número de estrellas. Por lo visto, por estos lares se va de la uno a la cinco sin pasar por la 2, la 3 ni la 4. Es decir, del turismo en condiciones peores se va directamente al super lujo de 250 dólares la noche. Lo que encontramos fue de lo poco intermedio que existe. Los logde playeros suelen estar separados de la población local. En el mejor de los casos es mano de obra. Digo en el mejor de los casos porque es de la única manera de que les repercuta algo del turismo. Están los hoteles que tienen su guarda cada 50 metros para impedir cualquier “molestia aborigen”. Y están los que como el nuestro, Safina hotel, no impide la entrada a nadie y hay un cierto nivel de mezcla. Sobre todo de artesanos y gentes que tienen cosas para vender. Las playas eran para tumbarse y observar. Se me acercó Matías, un masai “Karibú habari!” ofreciéndome su artesanía. Era de Arusha. “¿Qué haces tan lejos de casa?” Le pregunté. “Aquí estoy para vender mi arte. Estamos varios hermanos. ¿Matías es tu nombre? Es que los masai somos cristianos, no musulmanes”. No sé lo que serán. Pero desde luego lo que sí son es bellos. De una belleza casi femenina. Altos, delgados. Los masai, el pueblo que nunca nadie esclavizó. Alimentan su leyenda conservando su atuendo. Algo que saben que gusta a los turistas. Cuando no hay turistas van igual, pero venden menos. Le compré una tobillera para mi chica. Cerca paseaba una familia de hindús mojándose los pies en la orilla y mujeres swahilis invitaban a pintar de henna en las manos blancas. Los turistas de logde de lujo de 250 dólares la noche se tienen que joder. Encerrados en sus jaulas de oro no pueden disfrutar de la comunicación con este mundo mestizo.

La noche vieja cenamos con Tenza (de Moçimboa da Praia, en Mozambique), su novio Klaus y una encantadora familia de la zona de Beira, Suset, su esposo Nino y los dos hijos, Nino de 11 años y Laila de 7. Cuando dieron las 12 de la noche (más o menos) abrimos una botella de champán y brindamos por el 2008 y la amistad. Bajamos a la playa donde unas ciento cincuenta o doscientas personas danzaban y se abrazaban al ritmo de la música. Una hoguera enorme iluminaba los cuerpos sudorosos blancos y negros. Así comenzamos el año, bailando alrededor del fuego y de la mano de la pequeña Laila.

Al día siguiente Edna y yo nos fuimos a Stone Town.

Dala-dala


Salimos a la carretera, estiramos el brazo y paramos un dala-dala. Se trata del transporte más popular de la isla. Es decir, el menos utilizado por los turistas de 250. Son unos camioncitos con un taburete corrido alrededor de su montacargas. ¿Cuanta gente entra? Pues depende de cuanta gente necesite viajar. Siempre hay sitio. Incluso cuando parece que ya no caben más culos sentados. Si el dala-dala se detiene y sube alguien, siempre encontrará un lugarcito. Se aprieta más lo ya apretado, se encogen músculos, el recién subido introduce una de las dos nalgas que utiliza como cuña y empujando al final todo encaja. En algún caso extremo que la cuña no funcionó y que el recién subido se sentó en el suelo, enseguida recibió una mochila de alguien para que se sentara encima. El dala-dala es el país más igualitario del mundo. El dinero para pagar el trayecto pasa de mano en mano hasta llegar al muchacho encargado de ello, que siempre viaja colgado del camión para no quitar ningún asiento. Cuando ven nzungus (blancos) en un dala-dala las miradas y las sonrisas descubren cierta sorpresa. Uno de los viajes en dala-dala lo hicimos de Stone Town a Bwejuu, al este de la isla, con una muchacha croata que hablaba swhahuli. Cuando le fueron a cobrar, de pronto, el precio se había incrementado. Precio nzungu. Ella dijo algo en swhahuli. La carcajada fue general al ver la cara de susto que puso el cobrador. El precio volvió a bajar. Sin venís a Zanzíbar viajar en dala-dala. Es el mejor transporte para el buen humor.

La Ciudad de Piedra

Al cabo de una hora y pico y varios controles policiales inofensivos llegamos a Stone Town. La idea era ir derechos al Garden Logde hotel. Eso no es posible. Las callejuelas de la ciudad lo impiden. Crees que vas en una dirección y en realidad vas en otra. Además también había que esquivar algún que otro insistente guía voluntario. Las callejuelas son un orgasmo para el sistema olfativo. Y para la vista. Las puertas de las casas son especialmente famosas. Son puertas de madera labradas con las inscripciones que el dueño considere. Hay casuchas a medio caer cuya puerta vale mucho mas que toda la casa. Los personajes que caminaban por este laberinto eran un muestrario de la variedad humana. En Stone Town más del 90 por ciento de su población es musulmana. Dejó de llamarnos la atención el rostro completamente cubierto de muchas mujeres. Recordé la razón mediática que años atrás dieron el gobierno de Estados Unidos y Gran Bretaña para invadir Afganistán. Liberar a las mujeres del burka. Bombardear es una forma muy curiosa de hacerlo. Al fin llegamos. En un sitio recomendable. 40 dólares habitación doble con desayuno y mosquitos incluido. Pero ¡es tan romántico dormir con mosquitera…!

Llegamos a la ciudad muchos años después de que lo hicieran los portugueses, británicos, holandeses… Zanzíbar siempre fue deseada por las colonias que veían en ella un apetitoso enclave geoestratégico para sus bussines. A finales del siglo XIX la isla, primera productora mundial de clavo, pasó a ser un protectorado británico. En 1963 la independencia llegó con otros vientos monzones. Los de la descolonización en África. Pero habían sido demasiados siglos de sufrimiento y dominación como para que muy poco después, una revuelta de la población local dirigida por el Partido Afro-Shirazi, no derrocara el Sultanato. En 1964 Zanzíbar se unió a la Tanganika de Julius Nyerere creando así la República de Tanzania.

Y ahí estábamos nosotros, callejeando por una calles rebosantes de historia. Inevitablemente los escaparates de las tiendas de artesanía nos atraían. Hermosos trabajos de madera, batiks y telas, bisutería para colgar de todos los lugares del cuerpo. Uf! En Pemba no hay todo esto. Nos saludaban por la calle con un indisimulado intento de ser conducidos a un hotel, a una tienda, para vendernos nueces, fruta, gafas de sol. Pero la gente era grata y para nada tan pesada como algunas guías dicen. Llevábamos días a tres idiomas, castellano, portugués e inglés. Y ahora aprendíamos palabras en swahili. Decir gracias o cuanto es o hasta luego en su idioma aproximaba mucho más que ninguna propina.

Además de perdernos entre las serpenteantes callejuelas que juegan a escondidas con el tiempo, visitamos algún museo. La “Casa de las Maravillas” o Beit el-Ajaib, donde se encuentra el Museo Nacional de Historia y Cultura fue nuestra primera visita. Se edificó en 1883 y tres años más tarde fue bombardeada por los ingleses para que constara que a ellos les molaba más otro sultán y no el que estaba. Cosas de la diplomacia. El lugar contiene muchas de las historias de la Historia de esta parte del mundo. Y su entrada la preside un dhow, un barco velero que se utiliza desde siempre en la costa índica africana y que hay quien asegura que se trata del navío más hermoso de la historia de la navegación. Otro lugar a visitar y que no es de los que más se destaca en las guías es el Antiguo Dispensario. Un hermoso edificio de arquitectura hindú cercano al puerto que alberga exposiciones de artistas locales. Entre ellas pinturas. Algo de lo que la isla está inundada. La afición a la pintura de las gentes de este lugar me recordó a la que también uno puede saborear en las calles de Quito. ¿Por qué un arte como la pintura va a ser exclusiva de exclusivas galerías?

La noche anterior de nuestro regreso a Mozambique teníamos una tarea pendiente. Debíamos ir a cenar a los Jardines Forodhani. Nos acercamos cuando el sol aún se mantenía a la vista. En los Jardines se congrega la población local y los turistas en una mezcolanza sugerente. Numerosos puestos de venta de pescado se intercalan con artesanía masai o con ventas de refrescos. Encontrar cerveza en las calles de la ciudad no es fácil. El Islam tiene sus normas. Ahí sin embargo se vendía sin problema. Los puestos de venta de pescado y marisco va añadido de una brasas para hacerlo en el instante y comerlo ahí en unos platos de papel. Me acerqué a Rashid, uno de los vendedores. “¿Puedo sacar una foto?” El hombre dudó. "Luego prometo venir aquí a cenar". Petición concedida. Quería sacar la foto antes de que se escondiera el sol. No quería usar flash. Aquí la tenéis.

Como aún era pronto nos fuimos al cercano Fuerte Cultural donde pensábamos escuchar música taarab, típica de Zanzíbar. El concierto había sido el día anterior, así que nos quedamos paseando entre sus locales de artesanía. Un batallón de mosquitos muy bien organizados nos preparó una emboscada. Salimos del lugar poco menos que corriendo y nos dimos de bruces con Rashid. “Usted me ha prometido…” “A eso veníamos” le dije. Y nuestra última cena en Zanzíbar fueron unos morunos a la brasa y cerveza Kilimanjaro en los jardines del puerto de Stone Town.

Cenamos en una mesita destartalada que había junto al puesto de Rashid. Charlábamos: El desastre de Kenia, los amigos lejanos, los días vividos aquí, los planes de Maputo, el trabajo de Edna, el mío, el blog, las familias, los proyectos… La despedida solar pintaba un cielo naranja sobre este infierno paradisíaco.