viernes, 30 de noviembre de 2007

Petiscos (1)


Los árboles de Pemba tienen en su tronco lazos rojos. Manos jóvenes los has dibujado. Alertan del Sida. La esperanza de vida en Mozambique es de 38 años. Hace tiempo llegó a ser de 50. Matola lleva con orgullo una camiseta en la que se lee: “Todos somos seropositivos hasta que se demuestra lo contrario”

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¿Planchar la ropa en una región donde no se para de sudar en ningún momento del día ni de la noche? Aquí se dice “engomar”. ¿Engomar las sábanas, los pantalones, las camisas? Si, y con especial atención la ropa interior. Los que tienen plancha lo hacen. ¿Alergia a la arruga? No. Hay unos insectos microscópicos que nadie nos termina de decir su nombre, aficionados a residir en la ropa recién lavada. Muerden con saña por debajo de la piel. Sólo se les detiene con una plancha como la que nos acabamos de comprar.

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A media tarde se fue la luz. Pasaron las horas. Llegó la noche y en tres provincias del norte de Mozambique, Niassa, Cabo Delgado y Nampula la energía estaba caput. ¿Sabotaje? ¿Robo de cables? No se supo. Vino Essa, nuestro vecino finlandés. “Tengo una montón de sopa de atún que se va a estropear si no la terminamos hoy”. Dos quinqués alumbraban. Vinieron Jim y Bentinha. Mozambicano él, danesa ella. Karina preparó mate como buena uruguaya. Charlamos, compartimos, bebimos. No llegó la luz hasta la tarde siguiente. Cuando ya habíamos hecho la digestión. En las aldeas no notaron el corte de luz. Nunca han tenido corriente eléctrica.

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Existe aquí un tipo de hormiga que sabe esperar. Cuando encuentra unos pies blancos se emociona y comienza la escalada. Sin bulla, a la chita callando sube por el tobillo. Si todo va bien llama a sus camaradas de tarea. Como columna guerrillera siguen ascendiendo por el empeine, la pantorrilla, la rodilla. El incauto o la incauta mira absorto y con emoción los bailes africanos para turistas. La columna se convierte en escuadrón, y su vanguardia avanza ordenada por el muslo , y sube, sube…hasta llegar a la ingle. En ahí, en ese pliegue sudoroso, donde las hormigas abren sus fauces y se arrancan a morder. Entonces, el turista se suma al baile. En cualquier, caso podría ser peor.

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En la costa del norte de Mozambique la marea se aleja kilómetros. El fondo del mar sube a la superficie. Uno puede caminar sin bombona de oxígeno, ni escafandra entre algas, formas extrañas de rocas, anémonas, erizos y estrellas de mar, restos de corales... Y saludar a un paisano que se cruce.
- ¡Bom dia, señor! ¿Tudo bem?
- ¡Tudo bem! Neptuno, para servirle

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Hay epidemia de cólera. Al menos eso se rumorea. Hay que lavarse las manos. Tener la boca bien cerradita en la ducha. Enjuagarse los dientes con agua mineral. Vigilar lo que se come… y entre otras precauciones más, no ponerse histérico y volverse a lavar las manos con jabón.

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Cesario nació en 1966. Parece mayor. En la época de la guerra estuvo en la cárcel. No cuenta más. Me invita a su casa. Quiere que conozca a su familia. A sus tres filhas. Cobra algo más de 1000 meticais mensuales. Treinta y pico euros. Todos los días camina dos horas desde su casa, cerca del aeropuerto, hasta el trabajo. Entra a las seis de la mañana. Sale a las siete de la tarde. Cuando llega a su casa son las nueve de la noche. Habla poco. Es guardián de la enorme casa del señor obispo.


(1) Petiscos: Tapas, pinchos o aperitivos

martes, 27 de noviembre de 2007

El nieto del hechicero


Karina combatió en Camboya primero, el Congo después y Mozambique ahora. Ella es nutricionista y combate contra el hambre. Y denuncia a la multinacional Nestle que hace campaña en este continente desnutrido para sustituir la leche gratuita de las madres africanas por su costosa leche química.

Karina también es uruguaya. Nos llamó un amigo desde Maputo.

-Ustedes que han vivido en Montevideo, ¿acogerían a esta colega unos días en su casa?

Por supuesto. Nosotros acogemos a casi todo el mundo en nuestra casa. Es algo que nos hace felices. Y si esa persona es uruguaya, además nos despierta de nuevo la saudade por esa tierra planita, con gente de brazos abiertos, que toma mate sin dejar de pedalear su bicicleta por la rambla, que habla bajito y escucha, que sonríe tímidamente, como pidiendo permiso, que siempre que puede organiza un asado con la excusa de seguir hablando y juntar a los amigos. Una gente que aún anda buscando a sus desaparecidos.

Iba a buscarla. Al llegar a la altura del aeropuerto giré a la derecha y aparqué. Aún faltaban treinta minutos para que aterrizara el avión. Cuando eché el freno de mano me percaté de que había entrado en dirección contraria. Por la derecha, cuando aquí se conduce por izquierda, camarada. Bajé y me acerqué a la Terminal.

-Pss, pss! Señor venga aquí.

El dedo del policía indicaba que el tipo me llamaba seguro de sí mismo. Feliz de haberme cazado.

-¿Si?

Mientras que con la otra mano me hizo el gesto de que esperase, con la derecha seguía indicando a alguien por encima de mi hombro que también se acercara. Me volteé para mirar. Se trataba de otro policía. Al llegar a su altura se cuadró. Cosa que me hizo suponer el mayor número de rayas en el hombro del que llamaba.

-¡A sus órdenes!
-Agente, ¿no vio lo que hizo este ciudadano?

El reprendido me miró con cara de sorpresa.

-No, señor

El mando se dirigió a mí

-Dígale que ha entrado en dirección prohibida
-Si, es que ¿sabe? Me he despistado porque en mi país se conduce por la derecha y…
-Y usted no le ha visto, agente

El agente iba desde la mirada de perro sumiso ante a su superior a la de ceño fruncido cuando me miraba a mí. El caballero de las rayas en los hombros se alejó dejándome ante las fauces del policía humillado.

- ¡Déme los papeles del coche!

Fui al auto, rebusqué y los encontré.

- Ah! ¿Pero ese es su vehículo?
- Bueno, no es mío, pero…
- ¡Está mal aparcado!
- ¿Pues?
- Ese sitio está reservado para autoridades y usted no es ninguna autoridad, ¿no?
- No. Disculpe no me había fijado.

¡Mierda! Pensé. La cosa se estaba complicando. Faltaban veinticinco minutos para que llegara Karina. Le traté de explicar al agente lo de conducir por la derecha

- Pues aquí se conduce por la izquierda. Siempre por la izquierda –dijo levantando con energía el puño izquierdo

Mi cara de arrepentimiento de momento no causaba ningún efecto.

- ¡Cartâo!

Lo entendí a la primera. Me pedía el carnet de conducir. El carnet que había olvidado en casa, junto al pasaporte.

El policía me miró con los ojos bien abiertos. Incrédulo ante tantas faltas en un solo blanco. Me preguntó donde vivo.

- Me quedo con la documentación del coche. Vaya y traiga sus papeles.

Monté en el coche y apreté el acelerador. El avión de Karina estaba acercándose. Tomé un atajo. No se me pinchó ninguna rueda. No me paró ningún policía por exceso de velocidad. La única novedad es que en esta ocasión no le paré a una persona que hacía autostop.

Llegamos al aeropuerto a la vez el avión de Karina y yo cargado de documentación en regla.

- Tenga

El señor de la gorra de plato miró detalladamente el carnet de conducir. Después de un rato en el que yo estiraba el cuello para ver si aparecía alguna mujer con pinta de uruguaya, el agente sentenció

- Por aparcar en sitio prohibido son 300 meticais. Por no llevar la documentación de tráfico son 400 meticais. Y por ir en dirección contraria otros 700 meticais. En total 1.400 meticais.

Mis ojos de cordero degollado comenzaron a ponerse en marcha.

- Pero se lo voy a dejar en 1.000. Y hasta que pague me quedo con la documentación
- Gracias. ¿Y cómo hago para pagarle?
- Puede ir a la Central o pagar aquí
- Ok, ¿puedo acercarme un momento a ver si encuentro a la persona que vine a buscar?
- Claro, vaya.

No había aún nadie con mate que tararease a Zitarrosa. El calor no daba tregua y en la salida de la Terminal nos arremolinábamos unas treinta personas sudorosas. Alguien me tocó la espalda. Era Díaz. “Todos os dias, Díaz está pronto para servir a você”. Nos saludamos con alegría y preguntando si todo está bien. Le conté mi “aventura” policial.

- ¿Quién es?
- Aquel que está allá. El que va de blanco. El gordito.
- Ok, déme 500 meticais.
- Toma
- Eso son 50
- Jodé, es verdad. Aún no conozco bien lo billetes.

Se rió y marchó hacia el agente. Con un ojo estaba atento a la salida de pasajeros. Y con el otro le veía a mi amigo charlando sin economía de gestos con el funcionario. Me imaginaba la conversación: “Agente, ya sabe cómo son los blancos, un poco bobos. No se dio cuenta, es un despistado, pero no es mala gente. Aunque sea blanco no tiene dinero. Mil meticais es demasiado. Seguro que en algún momento le puede hacer algún favor. Déjelo en 400 y lo zanja ahí. No es turista. Trabaja aquí.” Algo así me imaginaba cuando vi a una muchacha con cara de ser del barrio de La Teja de Montevideo.
-Hola, ¿eres Karina?
-Sí! ¿Y vos sos Carlos?

Cuando nos íbamos a dar un beso a modo de saludo, Díaz me volvió a tocar la espalda con toda la documentación recuperada.

- Ya está, tenga
- ¡Díaz! Muchas gracias. Te debo una

El policía se aproximó sin rastro de los 500 meticais pero con la mano extendida

- Anibal Gutierres, para servirle. Y ponga atención al conducir, señor
- Sí, si. Claro. Gracias señor.

Cuando íbamos para la ciudad Karina me preguntó qué había sido todo eso.

- ¡Ah!¡Mi amigo Díaz! Tuvo un abuelo que era hechicero. Y él a veces también hace magia -le respondí feliz y atento a mi izquierda.

domingo, 25 de noviembre de 2007

En blanco y negro


La jornada me despertó a las cinco de la mañana. Escuché unos ruidos extraños. Me levanté sonámbulo y vi a Sabulia, el guardián de la casa de nuestro vecino. Arreglaba las plantas que hay frente a nuestra entrada. Amanecía. Tras pasar por el baño, volví debajo de la mosquitera sin despertarme del todo y con la curiosidad cubierta.

Catorce horas después había sido un día largo, cansado, de reuniones, de un calor sofocante. Regresamos a casa con ganas de soltar el portátil, las bolsas de la compra, la mochila. Dejar todo sobre la mesa y tirarnos en el sofá a descansar. A recuperar aire antes de hacer algo para cenar.

Con ese instante soñaba al aparcar. Como siempre, ahí estaba Sabulia, el hombre que acaricia las palabras cuando habla. Lo primero que nos dijo cuando nos conoció fue...

- Ustedes ¿necesitarán una empleada?
- No Sabulia. En principio no.
- Bueno cuando la necesiten, si les parece díganme. Yo tengo una cuñada que es muy buena.

Él no era el primero que nos planteó el tema. En la anterior vivienda nos ofrecieron varias veces los servicios de empleada. Un blanco es sinónimo de extranjero que gracias al dinero no tiene necesidad de cansarse. Un blanco es un bolsillo con dólares. “Compre señor. Tengo esto para usted, señor. ¿Le cuido el carro señor?” Los blancos son posibilidad de trabajar. ¿Cómo puede ser que un blanco se niegue a dar trabajo?

- No se preocupe, Sabulia. Si la necesitamos se lo diremos a usted.

La incomodidad es lo primero que se siente y lo que menos le importa a la realidad. Uno tiene que cargar con ello. Y si quiere ir de igualitario, de tú a tú, de enrollado, aquí nadie te entiende, piensan que estás loco, y en definitiva no eres bien visto si al final de tu bolsillo no sale lo que tiene que salir. Dinero. La necesidad crea su propio idioma.

- Boa noite, Sabulía. Tudo ben?
- Boa noite, patron. Si, obrigado, e vosê?
- Bien, pero no me llame patrón, por favor. Llámeme Carlos
- Si. Esta mañana, cuando les limpié el carro vi que tenían una puerta mal cerrada.
- ¿Cuándo nos limpió el carro?
- Sí, hoy a la mañana, antes de que se fueran a la ciudad
- Pero, Sabulia, ¿Y por qué nos limpió el carro?
- Es que lo tenían sucio.
- …
- Así es, patrón
- …No, no, a ver, patrón no, Carlos
- …
- Pero, Sabulia, si limpió el carro le tengo que pagar. ¿Cuánto es?
- Lo que usted quiera, patrón.

Edna dejó las bolsas en el suelo

- Pero es un trabajo, Sabulia
- Si, señora. A la mañana también limpié el jardín que tienen enfrente.
- Sí, Carlos le oyó a primera hora
- Pues igual. Lo veía desarreglado y lo dejé limpio.
- Bueno, y ¿cuánto le debemos?
- Lo que ustedes quieran
- Pero nosotros no sabemos. Acabamos de llegar al país.
- Yo no les voy a decir. Es una demostración de respeto.

Una vez más, Edna marcó el terreno.

- Está bien, Sabulia. Lo averiguamos y le pagamos. Pero la próxima vez que necesitemos lavar el carro o que nos haga algo le decimos.

Sabulia miraba con ojos de buena persona. Y pensaba que aún llevamos poco tiempo. Que las cosas nos pondrán en nuestro sitio. Que él tiene que dar de comer a su familia. Casi se le podía escuchar a través de su mirada.

Esa noche mientras cenamos hablamos menos. Necesitábamos pensar.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Baobab, el árbol engreído


“Solo te voy a pedir una cosa. Que me envíes la foto de un baobab” me dijo Anaitze. Desde entonces, cada vez que veía uno, o no tenía la cámara de fotos a mano, o era de noche. Pasaban los días y mi amiga, en Donostia esperaba paciente.

El baobab es el hipermercado de los africanos. Provee alimento con sus hojas hervidas. Pegamento con su polen. Refresco con su fruto. Medicamentos con su pulpa. Cuerdas, cestos y quinina con su corteza. Remedios contra el hipo con sus semillas. Instrumentos musicales y desodorante. Incluso casas, graneros o garajes con sus enormes troncos huecos.

Aquella mañana me levanté con la obsesión de meter ese árbol dentro de mi cámara olympus. Después del trabajo fui con el coche donde sabía que había dos. Pero sin darme cuenta pasé de largo. Eran las cinco y diez de la tarde y comenzaba a anochecer. Frené para dar la vuelta. Alguien se me acercó y me pidió que le llevara. En esos casos no sé decir que no.

Varias leyendas acompañan la belleza de este árbol milenario. La más reciente habla de que en la peluquería de los árboles se les fue la mano con el secador. Otra cuenta que cuando Dios hizo los árboles, el baobab se mostró demasiado engreído de su tamaño y extraña hermosura, por lo que el Hacedor, con un cabreo similar al que se agarró el rey con Chávez en la última Cumbre Iberoamericana le dio la vuelta dejando sus ramas enterradas y la raíces hacia arriba. Es decir, puso al baobab haciendo el pino. Una variante de la misma dice que Dios dio a cada animal un árbol para que lo plantara. A la hiena, le tocó el baobab, y como es el bicho más tonto (dicen), no supo plantarlo y lo hizo al revés.

Después de dejar al paisano en su lugar regresé lo más rápido que me lo permitía la autoridad de tráfico y pendiente de la poca luz que quedaba. Llegué, me bajé del vehículo y cuando me acercaba alguien me llamó. Me giré. Era una mujer. Fátima quería dos cosas. Que le hiciera una foto y que le comprara un puñadito de frutos secos. En ese orden. Tras atender a Fátima, me terminé de aproximar al objetivo. Entonces, me rodeó una nube de criaturas. Cada niño quería su foto. Ahí mismo, un grupo de jóvenes jugaba al fútbol. Los deportistas también reclamaron mi atención audiovisual. El sol se escondía.

Algunas de las ramas de los embondeiros, como llaman también aquí a los baobabs entran en el espacio de la magia. Se dice que el que beba una infusión hecha de semillas de baobab no sufrirá nunca el ataque de los cocodrilos. Pero si se atreviera a arrancarle una flor morirá devorado en las fauces del señor león.

Al fin, y con todo el mundo satisfecho me alejé caminando. Desde la distancia enfoqué. Ahí estaban, hermosos, a contra luz dos enormes y ancianos árboles africanos. Apreté el obturador. En ese momento en la pantalla apareció el anuncio: “Batería agotada”. ¡Será engreído este árbol, que no se deja fotografiar!

martes, 20 de noviembre de 2007

La fauna de la cooperación



En el territorio de la cooperación hay todo tipo de fauna. Predominan las hembras. Aunque los machos, cómo no, suelen ocupar los puestos de aparente jefatura. Es una tierra árida y con ciertas regiones poco conocidas. Se trata de una zona de contradicciones, de postales hermosas que no corresponden a la realidad. Con cercas y espacios cerrados. Con hospitalidad y hostilidad y cuyos habitantes no guardan un perfil común. Están desde los más patanes hasta seres fantásticos. En general son buena gente. Les une la tendencia a ir en manada.

Nos invitaron a un fiesta. Sonaba la música funky y africana que pinchaba nuestro vecino Essa, el finlandés. Conocimos a Alberto, un colombiano que vino para seis meses y lleva ya catorce años. Edna se encontró con Viola, una italiana que conoció en un curso en Madrid y con la que había hecho tan buenas migas que acabaron siendo amigas. Según se abrazaban, entre risas exclamaban lo pequeño que es el mundo. Silvia, una amiga que pertenece a la especie de los seres fantásticos y que por desgracia está a punto de regresar a Valencia me presentó a Sandra, y ésta a Gemma que la va a sustituir en el puesto, pero que está asustada “porque lo mío es Centroamérica. África es muy fuerte. No me sitúo. Yo prefiero Guatemala que es donde estaba hasta ahora”. Marta, “de género” bailaba. Georgina, una médico de la Amazonía brasileña bebía hablando del trabajo con su compañera de ONG, una bilbaína, Koro. “Mi tocayo” saludaba y sonreía. Jim, un zimbawuano blanco se emborrachaba arrastrando un ingles ininteligible. Un riojano llamado Diego nos hacía reír con sus payasadas. Buena gente en general. Muchos a punto de regresar. En breve llegará la nueva camada.

La cooperación… No son estos escritos el sitio para hacer una tesis sobre su realidad y significado. Sin más, y humildemente pretenden ser unos apuntes a vuela pluma. No hay una cooperación. Hay varias. No me refiero a las respuestas de emergencias puntuales. Tampoco, evidentemente hablo de las “Arcas de Zoe” ni de iluminados-estafadores de ese pelo. Por otro lado, al Oficial, en ocasiones se mueve por parámetros de intereses paternalistas y con códigos empresariales años luz de la realidad sobre la que teóricamente pretende incidir para su desarrollo. Bussines is bussines.

Pero desde la cooperación comprometida con el entorno, la población local y su empoderamiento, se pueden hacer algunas cosas. Pocas, y tiene el peligro de constituirse en una dependencia continuada en el tiempo. Con buena voluntad también se falla. La burocracia es uno de los peligros que ralentizan los procesos. Hablo del esfuerzo con visiones políticas avanzadas y empeñadas en contribuir al cambio estructural. Ahí también, en ocasiones se falla. Pero esas organizaciones están, se autocritican y su trabajo es importante. Lo es más cuanto menos vienen proponiendo y más arrimando esfuerzos decididos en el sur. Lo es para las personas que se benefician del proceso y los resultados. Lo es para sectores poblacionales y las expectativas de hacerse con las herramientas de desarrollo. Lo es para la esperanza cuando el presente no da otra vía y todo colapsó. Lo es por los resultados. Y en última estancia, lo es para los y las cooperantes. Esa fauna de jóvenes honestos que comen con una mano mientras espantan con la otra las moscas. Que a veces se agarran la malaria por poner el hombro en la construcción de un mundo menos atroz. Un mundo donde el 46% de la población africana es rehén de la pobreza más extrema.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Magia negra


Con la cola de cebra en la mano, Metugne, el hechicero danza para alejar a los malos espíritus. Danza poseído por milenios de misterio y litros de alcohol. Danza para ahuyentar los malignos, los males de ojo, la mala suerte. Para purificar el espacio, la mata, la choza. Y danzando se introduce en casa de Nerami José, el presidente de la aldea Nacuta, a las afueras de Pemba.

Nerami José no quiere que el hechicero entre en su casa porque sabe lo que vendrá después, pero no se atreve a impedirle el paso.

El brujo danza mientras el dueño de la casa se mantiene a unos metros de sus giros. Termina.

-Quedó purificada. Son trescientos meticais- le dice el hechicero.
-Yo no le llamé, Metugne. La casa no estaba maldita. Usted está abusando.
–No, no. Son trescientos. ¡Paga!

El tono del hechicero es amenazante y su mano se alza. Los pobladores se han ido concentrando en la puerta de la casa del presidente de la aldea. Excitados apuran al hombre a que pague para que los espíritus malignos no se extiendan por la aldea

-Paga! Paga! – gritan brincando desde la entrada

El hechicero aumenta su amenaza y Neremi José paga sin saber si tiene más miedo al hechicero o a sus vecinos.

Esa noche, el hombre está enfadado. Había consultado días atrás. La Asociaciô do Medicina Tradicional do Moçambique –AMETRAMO- había hablado claro. No se podía obligar a pagar por los servicios de limpieza y purificación. Y menos bajo amenazas.

A la mañana siguiente Neremi José acude a la comisaría. Ya está harto. Va a denunciar al hechicero Metugne. La noticia se extiende por la aldea. Cuando regresa a su casa un grupo de vecinos le espera en el camino. Recibe una paliza que ningún hechizo logra evitar. Horas después, la policía detiene a Metugne. El temor aumenta entre la gente y alterados acuden a la comisaría exigiendo la liberación del hechicero. "No vaya a vengarse con sus poderes". Se arrancan carteles electorales que se arrojan en la entrada de la comisaría. Vuelan las primeras piedras. La policía dispara. Hay un muerto y cuatro heridos.

Todo esto ocurrió esta semana a pocos kilómetros desde donde ahora lo escribo. Lo comentábamos Tomás y yo. “¿Puedes imaginar? -me decía con su eterna sonrisa- ¿que ocurra esto en pleno 2007?”

En eso llegó Díaz, “Todos os dias, Díaz está pronto para servir a você”. Le contamos el suceso y Tomas tuvo que irse. O se fue adrede, nunca lo supe, porque en ese instante, en cuanto Tomas cerro la puerta, Díaz me miró a los ojos con una mirada que paraliza.

“No hay que reírse. La magia negra existe. Mi abuelo era hechicero. Tenía un león que lo protegía. Sanaba a las personas que comían gallinas que en realidad eran cuervos. Sacaba para beber agua con su cuerpo. Eso que pasó en la aldea Nacuta pasó hace un par de meses también en Nampula. No pueden obligar a pagar. Pero eso no quiere decir que la magia no exista. En Europa no saben de eso, pero aquí en África existe. Hay gente que tiene poderes”.

Yo le escuchaba mudo. Me miró un par de segundos más en silencio. Reflexionó su siguiente frase.

- Usted, señor Carlos ¿quiere algún día ver magia negra?

No sé si me arrepentiré. Le dije que sí.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Falando portugues



Nuestra nueva casa es pequeña. Tiene lo básico: paredes, techo, agua, luz y algún elemento añadido no sin esfuerzo (una cocina portátil de un fuego y un frigorífico-caja fuerte con llave). Cuando tiras de la cisterna del baño despiertas a los vecinos. Pero es nuestro paraíso. Enfrente tenemos una playa salvaje bañada por las olas tranquilas del Índico e inundada de caracolas y pedazos de coral. Por aquí pulula una fauna de tres perros, un gato, numerosas lagartijas, innumerables hormigas y más bichos que aún no hemos descubierto. Tenemos un vecino finlandés, otro mozambicano y una pareja, ella danesa y él también de aquí, de Maputo. Además está Sabulia, una especie de sereno que cuando habla parece acariciar las palabras. Salimos de casa a las siete y regresamos habitualmente cuando anochece. Sobre las cinco.

Aquel día, al poco de salir un policía extendió el brazo. Teníamos el cinturón puesto e íbamos despacio. Así que paré el vehículo sin excesiva preocupación. A la izquierda, como debe ser. Bajé la ventanilla.

-Buenos días
-Buenos días, señor. Disculpe, ¿podría llevarme a la ciudad si es que van para allá?
-Sí, vamos, claro, suba.

Por el camino el agente nos contó que debemos tener cuidado. Que últimamente “viene mucho tanzano que se dedica a delinquir”. Curiosamente, el que “delinque” siempre es el que viene de fuera, pensé, el “otro”, el “ajeno”, aquí y en la Castellana. Qué peligroso es el miedo.

Llevaba días pensando en acudir a alguna academia para estudiar portugués. En una tienda hindú en la que entré para preguntar si tenían módems para mi portátil (mi guerra por conseguir tener Internet es popular y prolongada) me dijo la dependienta que no me entendía y que si era español hablara en español que me entendería mejor. Mi orgullo quedó en el suelo aplastado como se apagan los cigarros.

En ese instante decidí acudir a una academia que había visto un par de veces. El cartel indicaba claramente que se daban clases de inglés y de francés. Pensé que quizá también de portugués o al menos me darían alguna referencia. Pero esto es Mozambique, donde nunca nada es a la primera.

-Buenas tardes, venía para informarme de las clases.
-La academia está cerrada –me dijo sonriendo un tipo simpático-
-Ah! y ¿cuándo abren?
-El profesor no está.
-Ajá y ¿cuando viene?
-Se fue hace un año. La academia está cerrada.

Mi portugués sí me dio para entender que no tenía nada que hacer. Así que imitando su simpatía le di las gracias y me fui con una medio sonrisa. De momento mi aula seguiría siendo la calle.

Tengo dos amigos con los que comparto conversaciones en un portugués sabroso. Uno es Tomás, un hindú cristiano sonriente que trabaja sin dejar de hablar. El otro es Díaz. Ingeniero. Un hombre de ébano, grande, fuerte, de la etnia makonde y muy bien parecido.

-Díaz es el apellido, ¿pero cual es su nombre?
-Marcos, pero todos me llaman Díaz. Además así puedo decir “Todos os dias, Díaz está pronto para servir a você”

Y se echó una carcajada que nos contagió a Tomás y a mí.

Edna habla ya el portugués con una soltura pasmosa. A ella la entienden sin problemas. A la noche, volvemos al castellano. Aunque no siempre. La casa es pequeña, pero caben varios idiomas.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Stress


Dicen los psicólogos que las separaciones y los cambios de trabajo, junto a las mudanzas son tres de los mayores motivos de stress. No sé si tuvo algo que ver, pero el día anterior a nuestro cambio de casa Edna tuvo su primera fiebre africana. Tan fácil como subió a 38 grados a la noche, desapareció a la mañana. Ese mismo día yo amanecí con un dolor de cabeza de esos que hace crujir el cráneo.

Recuperados por las horas transcurridas y algún que otro eferelgán nos pusimos manos a la obra y después de la jornada laboral recogimos las cuatro cosas que teníamos fuera de las maletas, cargamos el pick up, llegamos al nuevo hogar (y van…) y por fin deshicimos un equipaje que llevaba nueve días encerrado y sin fianza. Fue un placer sacar la media docena de libros que he traído y ponerlos en una balda de madera en la sala. Desde ahí, Ryszard Kapuscinsky, Mia Couto, Rafael Courtoisie, Henning Mankell o Agustín Monterroso parecieron incluso suspirar aliviados.

Pero las cosas más sencillas son complicadas en esta parte de África. Y más un día de mudanza. Una cola en el banco puede durar lo que tu paciencia permita que se te cuele todo el mundo. Comprar un frigorífico tiene un precio, 9.900 meticais y cuando dices que lo quieres de pronto ha subido a 10.800. El fast food más rápido dura al menos hora y media. Hacerse con una pequeña cocina de gas tiene como mínimo tres fases. La compra de la cocina, la de la bombona o garrafa de gas y la compra del tubo que va de un artilugio al otro. Irremediablemente es imposible hacerse con los tres utensilios el mismo día. Y qué decir de Internet, mi herramienta de trabajo. Complicado. Muy complicado. Y todo ello en medio de una calor húmedo que arroja baldazos de sopa continuos.

Pero los días siguen sucediéndose y a las 6 de la mañana las calles de esta localidad medio rural medio urbana, capital de una provincia de costas hermosas son un ir y venir de niños jugando con llantas de coche, mujeres cargando bultos en la cabeza y crianças en la espalda y hombres de pasos largos y miradas lejanas. El día es una búsqueda del sustento, la venta de baratijas, la caza de los dólares del blanco, el saludo sonriente, “Bom dia, señor!”. El día en África es un milagro que sucede despacio y a diario y que a diario le sorprende de pronto la llegada de la noche. Mientras los mozambiqueños se ríen de mi stress.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Fin de semana


Y llegó el primer fin de semana. Conseguimos encauzar algunos asuntos que teníamos pendientes de resolver para poder instalarnos en este lugar con condiciones. Primero la casa. Nuestro ángel de la guarda fue un tocayo español que trabaja hace años aquí en la cooperación. Nos puso en contacto con un italiano arquitecto alérgico a la jubilación que tenía una casa para alquilar por cuatrocientos dólares. Nos la mostró. Una cocina sin equipar, un baño, un cuarto con una cama grande y un armario y una sala desde donde se ve el mar. Perfecto. Nos la quedamos. La limpiará y para el martes nos mudamos.

Ese mismo día, los padres y la abuela de Edna vuelan a Buenos Aires a conocer a la nieta que nacerá a primeros de diciembre. Julen, su hermano vive allí con Gabi. Está claro que el sur tira.

El otro asunto que comenzó a solventarse es la conexión a Internet. Quedé con mi tocayo (lo llamaré así porque somos demasiados Carlos) en que el lunes a las 7 de la mañana me esperaba en su oficina para conectarme y poder trabajar. Casi me tiré a sus brazos de la emoción.

Este sitio es curioso. Pemba es la capital de una provincia con una notable influencia musulmana e indú. Es fácil saludarse con la gente. No tanto comunicarse. Al menos no aún. Me faltan datos, desconozco el idioma, estoy pendiente de aprender algo de su historia. Mi tocayo dijo algo que me gustó “lo que necesitamos es antropólogos que nos ayuden a entender las realidades culturales de este país. Yo llevo diez años aquí y cada vez sé menos”.

Edna se bañó por primera vez en el Mar Índico. Es una sirena. Ve un charco y se tira. A mí alguna medusa me convenció que lo dejase para otra vez.

Y a la noche decidimos cenar en la terraza de un restaurante italiano que hay más allá de la playa. Fue el primer lujo que nos pegamos. No por las pizzas, sino por la bóveda estrellada y el sonido del mar

El domingo todo estaba cerrado y fue imposible desayunar. Caminamos por la parte colonial de la localidad, Paquetequete. Los treinta años de guerras y el posterior abandono urbanístico han dejado esta ciudad hecha un guiñapo. La basura y la nula rehabilitación no hacen agradable el paseo. Pero está el contorno y hay niñas como Mamí, Marion, Selma y Sabiri, de entre 6 y 9 años que nos siguieron parte del trayecto entre risas gritonas y juerga bailarina. Les pedí permiso para sacarles una foto pero Sabiri no quería. La reglas estaban claras.

Nos acercamos al puerto y vimos cómo manejaban las redes para sacar “os peixes”. Un grupo tiraba de un lado. Otro del otro lado y en el fondo 4 muchachos con gafas de snorkel dirigían la operación. Al salir a la orilla la muchachada en pleno se abalanzó a por todo lo que había dentro.

El calor apretaba y decidimos ir a comer a la playa. Dos horas después nos trajeron un pescado regular. Nos fuimos a ver la puesta de sol. Aquí amanece y anochece a las 5 y media.

Para terminar el día vimos el informativo nacional de televisión mozambicana. Abrió con la noticia de una pareja que según se estaba casando, ella comenzó a tener dolores de parto. Todos al hospital y entre contracción y contracción concluyó el “sí, quiero”. Cuando el periodista le preguntó a la novia porqué no se había interrumpido la boda para después del parto en lugar de hacerlo todo al mismo tiempo, respondió “para no defraudar a los convidados”. Y le vino otra contracción.

Mientras tanto, las calles de Maputo celebraban los 120 años de su constitución.

Turistas y mosquitos



El viernes es el día sagrado de los musulmanes. Y en Pemba se nota. Hubo alguna persona que ese día me saludó con un “Salam!” extendiéndome la mano para el pago del diezmo. Aquí hay una mayor influencia islámica. Y también hindú. Este es un lugar donde la mixtura de culturas y religiones se vive con aparente naturalidad. Al menos con mayor naturalidad que la progresiva llegada del turismo. Según Avelino, un compañero de trabajo de Edna, “es preocupante el impacto turístico. Si voy a comprar un kilo de fruta me cobran 20 meticais. Si luego va un turista blanco le cobran 35. Y a partir de entonces suben los precios. O pueden tener la mercancía pero no me la venden a la espera de que llegue el turista, el blanco”.

En todos los lugares del tercer mundo que he conocido con turismo se forma un gueto de visitantes con cámara de fotos al cuello y pantalón corto que determina una relación con la población local digna de estudio. Hay de todo. Están los que vienen con curiosidad, con ganas de ver, de escuchar, de aprender. Están los “Coronel Tapiocas” que vienen a poner una muesca más a su lista de “aventuras” a contar. Los que ven su viaje exclusivamente a través del visor de su cámara. Los que buscan sexo. Los que huyen del atosigamiento diario que provoca la monotonía en las ciudades de la metrópoli. Los pelmazos y los encantadores. Los que no paran de dar consejos y los que preguntan. Los que les importa un huevo la población local y los que hablan respetuosamente con ella. De todo. Y Pemba no es una excepción. Aquí el turismo está comenzando. Por ejemplo, existe en una playa un complejo hotelero de precios desorbitados que en la práctica es una ciudadela en la que mayoritariamente están los extranjeros que cuando se van no tienen ni idea de cómo es Pemba. Parte de la población local deambula alrededor en busca de dólares. Sin embargo, en el centro de la ciudad, en su zona antigua no se ven rubios.

¿Existe la posibilidad de equilibrar una fuente de riqueza como es el turismo con la mejora sostenible de las condiciones de la población local y sin su pérdida de dignidad? Hay intentos. Pero no es fácil.

Para comenzar, una cosa que podríamos hacer los señores visitantes es dejar los aires de superioridad en casa y venir a escuchar y ver sin hacer comparaciones. Sin prejuicios ni estereotipos. Venir disfrazados de niños que tienen curiosidad por todo y que todo les interesa. Tener el privilegio de viajar es una suerte que no merece la pena encerrarla en un complejo turístico.

Una compañera del trabajo de Edna cayó de malaria. Nosotros de momento seguíamos en forma, si exceptuamos mis achaques musculares producto de la sejuela. Así le dicen en Ecuador, sejuela, "se-jue-la" juventud y ya no vuelve.

Pero todo llegará. Yo nunca me he pillado una malaria, pero aquí todo el mundo ha recibido su visita. El día que me llegue os intentaré explicar lo mejor posible qué se siente. Me tocó hace un año y medio ser el enfermero de nuestro querido Mikel Essery que llegó de Tanzania con un paludismo cerebral. Y la verdad, es jodido. La tarde que se escapó del hospital para ver en la tele un partido de fútbol supe que estaba mejor.

A la noche nos fuimos a mirar los correos electrónicos. Hace mucha ilusión recibir noticias de los amigos, mucha. Y ahí fue que supimos que una pareja de amigos, colombiana ella y uruguayo él nos enviarán en febrero y “por el tiempo que la economía latinoamericana lo permita” a su hija Manuela. Nos hicieron la propuesta. Fue un orgullo que confiaran así en dos tarados como nosotros. ¿Cómo será tener a una jovencita de 13 años adoptada durante un tiempo en Mozambique? ¿Cómo será mezclar Colombia, Uruguay, Euskadi y Mozambique? La mixtura es salud, así que igual ahuyentamos al mosquito de la malaria.

sábado, 10 de noviembre de 2007

A Pemba


De nuevo vamos al aeropuerto. Por el camino, Joaquim, el chofer nos cuenta que estos días están rodando una película en la capital

-¿Una película? ¿De qué?
-Sí una película de Irak
-¿De Irak?
-Si de la primera guerra del golfo. Allí –dijo señalando con el dedo hacia su izquierda- está todo lleno de tanques.
-¿En serio?
-Sí y además sin permiso.
-¿Cómo que sin permiso?

Era demasiado pronto y mis reflejos aún no se habían despertado del todo. Lo de los tanques me terminó de despabilar.

-Sí, son unos tanques que han traído para la película desde Sudáfrica y el permiso lo ha dado el responsable del departamento de cinematografía sin que el presidente y el Ministro de Cultura supieran nada.

Tanques sudafricanos en Mozambique. Al parecer no lo han sustituido porque la película está generando entrada de divisas.

Justo antes de llegar al aeropuerto volví a ver la misma “fabrica de camas” que vi al llegar. Y saqué una foto.


Nos subimos al avión. Edna junto a la ventana, yo a su derecha, y a la mía Enrique, que también venía a Pemba. Teníamos que ir dos mil cuatrocientos kilómetros hacia el norte, cerca de Tanzania. A la capital de la provincia de Cabo Delgado.

En el viaje Enrique me habló de la guerra y del proceso que llevó a la paz después de dos años de negociaciones. A él le gusta hablar y a mí escuchar. Edna miraba por la ventanilla y a veces sacaba fotos. Le venía bien desconectar un poco de Enrique ya que llevaba y aún llevaría bastantes horas trabajando con él. Y lo dicho, le gustaba hablar.

Pero a mí me interesaba que me contara de ciertas cosas, por lo que de vez en cuando preguntaba. Y así fuimos desde los fallos de un sistema dirigido por un partido, el FRELIMO que hace años fue marxista-leninista (aún se nota en los nombres de las avenidas de la capital) y ahora es uno de los alumnos aventajados del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, hasta lo sangrienta que fue la guerra y la corrupción de ciertos dirigentes. Desde las matanzas en Ruanda años atrás y la implicación de sectores de la iglesia católica hasta sus experiencias en la época más ortodoxa en la que tenía que ir a “rescatar” alumnos que se había llevado el ejército por la noche para reclutarlos por la fuerza. La guerra civil es lo peor, repetía cada cierto tiempo.

Llegamos a Nampula. Desde el avión el paisaje se veía lunar. Planicies enormes interrumpidas por unas extrañas montañas en forma cónica. Nos dio buena onda lo que se veía. Nos miramos y coincidimos en que a esta ciudad tenemos que venir. Media hora más y llegamos a Pemba.

¿Cómo era la localidad donde íbamos a estar los próximos diez meses? Lo iremos viendo poco a poco. De entrada, lo mejor de la casa en la que nos alojaron es que era provisional y la siguiente, sea la que sea, sería mejor. Torcimos el morro y les hicimos ver que no nos gustaba. Además, 500 dólares por esto nos parecía sinónimo de estafa. Pero es lo que había, y para el uno de enero estaba apalabrada otra bastante mejor.

Así que dejamos todo el equipaje ahí y con ese mal sabor Edna tuvo la primera reunión con su equipo de Pemba. Yo me fui a ver cómo funciona por aquí el tema del Internet y a ver si encontraba casas con carteles de “Aloga-se” (se alquila). Caminaba por una acera cuando de pronto se me acercó un policía me dijo que cruzase al otro lado de la calle. Iba a preguntarle el por qué, cuando le vi un kalasnikov. Se trata de una herramienta que actúa como antídoto contra la curiosidad, así que sin preguntarle la razón me alejé de él cambiando de acera. Mi sorpresa se iba transformando en cabreo. Pero me crucé con una niña de ojos de ensueño que me saludó sin detenerse “¡Boa tarde, señor!”. Su sonrisa anestesió mi enfado. Mas tarde me enteré que la acera de la que me habían echado pertenecía a la manzana donde se situaba la residencia del gobernador. Entendí sin comprender.

No hallé ninguna casa con “Aloga-se” y el ciber que encontré era de una conexión imposible de trabajar. Mis colegas de Mugak no podrían contar hoy conmigo.

Edna me llamó. La reunión había concluido y le habían dado las llaves del coche que provisionalmente nos dejaban. Por primera vez en mi vida conduje por la izquierda un vehículo. Fue más sencillo de lo que creía, aunque en algún momento me metí en dirección contraria. Por suerte no era cerca de la casa del gobernador.

Llegamos a casa. Instalamos la mosquitera. Nos íbamos a dar una ducha cuando nos dimos cuenta que habían cortado el agua . Era mejor reírnos y dormir nuestras preocupaciones hasta el día siguiente.

Fetos de elefantes


Al tercer día, después de desayunar fuimos a la embajada española. Aquí estamos señores. Nos fichen, por si nos perdemos en la selva. El rey miraba desde su foto con la misma cara de aburrido de todas las embajadas. Regresamos andando (esta vez era de día). Cerca de la embajada hispana está la de los Estados Unidos. Hace unos años, los gringos decidieron cortar al tráfico la calle donde está su edificio. El alcalde de Maputo protestó, el ministerio del interior elevó una queja. Hoy la calle sigue cortada. Los Estados Unidos son los dueños del mundo y tienen que demostrarlo.

Nos pasamos el resto de la mañana cada uno en su trabajo. Edna de reuniones para colaborar en los arreglos de este trocito de África. Yo metido en Internet enfrascado en el proyecto de la Agenda de la Diversidad de MUGAK. Por cierto, si alguien está interesado que me lo diga.

A la tarde decidimos darnos un homenaje. Nueva caminata. Avenida Lenin media hora hasta Plaça da Independencia y de ahí hacia el este por la Avenida Patrice Lumumba hasta el Museo de Historia Natural. El edificio, de estilo manuelino (gótico portugués) es una delicia. Fue inaugurado en 1911. Recoge una considerable variedad de la fauna existente en Mozambique, reptiles, aves, peces. Me acordé de mis sobrinos. No por lo de fauna, sino por lo que disfrutarían al ver los monos, leones, jirafas, rinocerontes, leopardos, cocodrilos... Aunque estén disecados, causan respeto. De pronto le oí exclamar a Edna “¡Hala!”. Había encontrado la joya de la corona del museo. En ningún otro lugar del mundo se expone, como aquí, los fetos de cada uno de los 22 meses de gestación de los elefantes. Con tres mes y del tamaño de un dedo nuestro, los paquidermos tienen una forma asombrosamente parecida a lo que luego van a ser. Lo podéis ver en la foto.

Firmamos en el libro de visitas y salimos al jardín. Estaba plagado de oshgas, lo que llaman kekos en Honduras. Unas lagartijas blancas de lo más simpáticas porque además suelen merendar mosquitos. Antes de irnos a por un taxi le pedimos al guarda de la entrada si nos sacaba una foto. Lo hizo y nos habló de España y de lo bien que vamos a estar en Pemba. Al colega le había sobrado tiempo para leer en el libro lo que habíamos escrito. Nos reímos los tres. La risa en este país es contagiosa.

A la noche a rehacer las maletas. Al día siguiente saldríamos para Pemba.

Antes de salir les pedí a Benvinda y a Lorenzo que me dejaran hacerles una foto. Él, el bedel del recinto siempre estaba alegre. Ella, la organizadora de la casa de huéspedes una persona más que encantadora. Le aseguré que para la próxima hablaría mejor portugués. Con una risa feliz me dijo levantándome el dedo índice que aquí hay un refrán “Quien promete, debe”. Nos dimos un abrazo de despedida.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Callejero

Segundo día en Maputo. A la noche los mosquitos nos recordaron que para algo habíamos traído repelente. Edna de cabeza ya en el trabajo. Yo me volví a lanzar a la calle.

Esta vez quería ir más allá. De nuevo por la Avenida Lenin dirección sur. Más de media hora andando y llegué hasta la Avenida Ho Chi Min. Giré por ella hacia la Olof Palme hasta llegar a la Avenida Albert Luthuli, y una cuadra más, en la 24 de Julio al fin llegué al objetivo que me había marcado, el Museo de Arte Nacional. Una de las salas estaba de obras, la otra de cambio de exposición, así que sólo me quedaba la tercera. Ahí había pinturas de artistas nacionales como Malangatana, Bertinha Lopes o Mankeu cuya obra “Luto” fue de las que más me gustó. Muchos cuadros tenían de común la plasmación de un pasado reciente donde la guerra, el dolor y el miedo fueron compañeros diarios en la vida de las y los mozambicanos.

Pero ahora los tiempos son otros. Un amigo búlgaro que vive en Bilbao me había mostrado sonriendo su temor al hecho de que en la bandera del Mozambique hubiera un escudo con la azada y el fusil kalasnikov. “¿Pero a qué país van?” me decía. Al salir del Museo me encontré con el primer kalasnikov. Lo llevaba una mujer policía. Aquí, las mujeres siempre llevan algo. Todo tipo de objetos en las manos, cajas en la cabeza, niños en la espalda. Siempre van cargadas de cosas. Es difícil de creer, pero además sonríen. Y hay grupos de hombres en todas las esquinas. Unos vigilan, otros dormitan, muchos hablan, los más miran. Miran a la gente que camina. A los blancos o a las mujeres que van cargadas de cosas. Al infinito. O hacia adentro.

Caminando me encontré en la Avenida Guerra Popular. Ahí la mitad de la gente vendía en la calle desde teléfonos hasta zapatos de tacón o camisas. Y la otra mitad caminaba, esperaba las chapas (que es como se llaman las furgonetas que trasladan a las personas de lo más apretaditas) y falaban y se reían. Un caballero de mediana edad y vestido con una camiseta del Che conversaba con una mujer. Mientras, ella, exactamente igual que en otros miles de lugares le limpiaba la pelusilla y el polvo de la pechera de esa camiseta. Podía ser una camiseta del Betis o del Peñarol en una calle de Sevilla o de Montevideo. Pero era del Che, en la Avenida Guerra Popular. Esto es Maputo. Pero las mujeres quitan la pelusilla de la pechera de los varones al parecer igual en todas partes.

Regresé a la casa de huéspedes donde nos alojamos en la Rua da Resistencia (que según Enrique es por los infernales baches que hay que sortear) pasando por delante de dos mezquitas significativamente hermosas. A sus puertas los mendigos se alineaban en un orden perfecto con las palmas de las manos extendidas. Cerca había un restaurante especializado en pollo. Según rezaba un cartel a la entrada, su comida estaba autorizada por Alá.

Maputo loco, contradictorio, vivo y miserable. Maputo sujeto a la vida con alfileres, con ayuda exterior y con más de una carambola. Maputo, donde la gente no añora la guerra. Una se ganó, contra los portugueses, y otra se empató, contra la guerrilla de la RENAMO apoyada y financiada desde el racismo que gobernó en Sudáfrica y en Rodesia. ¿La tercera?, ¿la de la globalización, las multinacionales, el Fondo Monetario y el Banco Mundial? Para unos se está ganando y para otros se está perdiendo.

A la noche nos invitaron a cenar. Fuimos a casa de una pareja de españoles que llevan aquí siete años y que hablaban los dos al mismo tiempo. Antes estuvieron dos años en Luanda, Angola. Decían que cuando llegaron a Mozambique esto les pareció el paraíso. Que en Luanda, el nivel de peligrosidad era tan alto que no se podía ir solo a ningún sitio. Su historia era bastante fuerte. Ella no había salido nunca de España. A los 9 meses de conocerse se casan y se van a Guatemala. Y de allí a Angola. Y después aquí. Y con dos hijos que ahora tienen alrededor de diez años y que cuando van a Madrid, a las dos semanas están ya con ganas de regresar a África, “porque en España jugamos encerrados en casa, y aquí en la calle”

Esta vez, para regresar tomamos un taxi que nos trajo por 200 meticais, 100 que es lo habitual, 50 por nocturnidad y otros 50 por ser europeos. Nos pareció justo.

Aterrizaje



Al salir Edna y yo del avión el primer abrazo nos lo dio un calor tropical que me recordó a mi llegada a El Salvador, hace veintinueve años. El segundo fue el de Enrique, que nos esperaba en el aeropuerto con un cartelito para identificarse. Él me gana. Lleva treinta y cuatro años aquí, en Mozambique. Un niño se nos acercó para ayudarnos con las maletas y así cobrar una propina. Uno nunca sabe cómo actuar en esos casos. Recién llegado a un país en el que jamás has estado y que por supuesto aún no tienes ni un centavo de la moneda local. ¿Cuales son los códigos? En otros países en los que tampoco has estado quizá el cine te da pistas, pero ¿alguien ha visto alguna vez una película mozambicana? Enrique nos contó que los que llegan en noviembre se quedan mucho tiempo. Edna y yo nos miramos sonrientes.

El viaje a la casa de huéspedes donde nos alojamos fue también un viaje en el tiempo y de nuevo a Centroamérica. Los tugurios de los barrios pobres salvadoreños se repetían aquí con otros personajes y olores similares. Enrique manejaba el vehículo desde su asiento a la derecha. Yo desde el lado izquierdo, donde habitualmente en otros sitios está el volante, (aquí se conduce por la izquierda) miraba por la ventanilla sin prestar atención a cómo se hace para conducir "al revés". Las imágenes eran demasiado novedosas. Edna chapurreaba sus primeras palabras en portugués con una italiana que venía como voluntaria para una ONG y Cristina, otra italiana que lleva aquí dos años.

Una ducha que nos devolvió los reflejos fue el preámbulo a un almuerzo delicioso que Bemvinya y Carolina nos ofrecieron a base de sopa y un pescado llamado Zera, o algo así. A Edna no le dieron tregua, y después de descansar un rato ya tenía programada una reunión de trabajo.

Salí con un plano en la mano. Y resultó ser una tarde bastante leninista ya que lo que en primer lugar buscaba (una casa de cambio, un ciber y un local de teléfonos celulares) estaba todo en la Avenida Vladimir Lenine.

Aquí todo el mundo sonríe, incluído el logotipo de mCel, la principal proveedor de telefonía móvil. Ahí me explicaron que el chip (aquí llaman cartao) para el celular costaba 20 meticais (57 céntimos de euro) pero que no aceptaban dólares ni euros, y que a unas 6 o 7 cuadras, y siempre en la misma avenida encontraría una casa de cambio. Feliz me fui a cambiar, lo conseguí (200 dólares a 25.90 meticais). Llegué de nuevo a mCel y la misma amable mujer me instaló el cartao, me programó el teléfono y me cobró sin dejar de sonreír. Mi primera experiencia en Maputo era un éxito y sorprendentemente sencilla. En Lima, por ejemplo conseguir un chip para un móvil es lento y caro.

Me dijeron que Internet tenía en la Avenida Lenin con la Avenida Paulo Samuel Kankhomba. Eso estaba lejos así que me puse a caminar sin saber cómo hacer para que no se me notara en exceso que acababa de llegar al país. Cosa imposible. Caminé dejándome inundar de sensaciones, de olores e imágenes. Caminé despacio, sin prisa absorbiendo cuanto veía. Pregunté a un muchacho por el ciber café que me habían indicado. No sabía. Seguí caminando y escuché que llamaban con un chasquido, seguí y oí un segundo, me giré. Un policía me señalaba. Me acerqué recordando que en el bolsillo derecho tenía la fotocopia del pasaporte.

- ¿Si?
- Buenas tardes señor
- Hola buenas tardes
- ¿Usted está buscando un Internet?

Cómo supo el agente lo que yo andaba buscando ha sido el primero de los misterios sin resolver que nos deparará este país. El caso es que me lo explicó al detalle. Y siguió sumando amabilidad a la primera impresión que da la gente de aquí.

A la noche tomamos Edna y yo un taxi y nos fuimos al restaurante Miramar, junto a la bahía. Langostinos ella y bacalao con garbanzos yo. Luego, para regresar a se nos ocurrió hacerlo andando. Fueron 45 minutos de caminata nocturna por la Avenida Kenneth Kaunda, la plaza de OMM y de nuevo la Avenida de nuestro viejo conocido Lenin. Nadie nos atracó. Vladimir nos protegía. Él o la imprudencia del recién llegado.